Exploraciones en archivos (VI)

 

Después de dos semanas de interrupción por la aparición de otros temas, uno de ellos desgraciadamente muy luctuoso, vuelvo a los archivos. No todas las experiencias acumuladas en muchos años de investigación fueron positivas. Sin contar las horas perdidas buscando y no encontrando, también he contado con ejemplos de fracasos rotundos, a veces no por mi culpa, en ocasiones por haber sido idiota. Exitos y fracasos forman parte ineludible en la vida del investigador. Es más, me atrevo a decir que uno aprende más de los segundos que de los primeros. Toca, pues, señalar algunos de los fracasos.

Es curioso que los dos fracasos que más han influido en mi carrera de investigador hayan estado relacionados con el mismo archivo: el de la Presidencia del Gobierno. Entré en él por primera vez cuando buscaba documentación sobre la política económica y comercial española en los años del franquismo puro y duro. Fue hacia el año 1978. Todo apuntaba hacia la necesidad de consultarlo. No quiero pavonearme en modo alguno si señalo que, por lo que sé, fui el primer historiador en penetrar en dicho archivo, gracias como siempre al apoyo del profesor Rafael Martínez Cortiña y la persuasiva potencia del Banco Exterior de España. Yo me las prometía muy felices.

Al llegar, lo primero que recuerdo fue la inmensa decepción que sufrí. Estaba al frente del archivo una funcionaria del Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios del Estado. Ahora no recuerdo su nombre de pila, pero sí que era hermana de Ramón y de Jesús Salas Larrazábal. Ramón era entonces muy conocido gracias a su obra magna sobre el Ejército Popular de la República, que había publicado la Editora Nacional en cuatro gruesos volúmenes (dos de ellos de documentación). Nos habíamos hecho buenos amigos y, naturalmente, su hermana me recibió con los brazos abiertos.

No tardó en contarme que encontraría muchos huecos en la documentación sobre una parte del período que me interesaba porque allá por los años cuarenta la documentación del archivo había sufrido grandes desperfectos a resultas de una inundación. Al parecer, en un invierno muy frío las cañerías se habían roto con consecuencias muy desgraciadas en los sótanos en donde se conservaban los papeles. Y, en efecto, lo que quedaba de la documentación de la Junta Técnica del Estado (años 1936 y 1937) era poca cosa.

Por el contrario, para los años posteriores sí había documentación abundante. A mí lo que me interesaba eran los años cincuenta. Fueron años de introversión económica y comercial. En los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores había enormes masas de papel al respecto, pero mucho se refería a aspectos operativos, negociaciones comerciales y era difícil elevarse desde los detalles al plano de los principios u orientaciones estratégicas de la política económica exterior. Por lo menos en el período más oscuro, en torno a finales de los años cuarenta.

Encontré otras cosas. En aquella época empezaba, muy tímidamente, el acercamiento hacia los Estados Unidos y de estos hacia la España de Franco, después de años de enfriamiento en las relaciones bilaterales. Había que superar numerosos escollos, algunos de tipo económico, los más de índole política. Entre estos últimos uno de los más importantes estribaba en el trato que la dictadura dispensaba a la minoría protestante en España. El presidente Truman, creo que baptista, tenía en este tema opiniones muy firmes.

En el Palacio de Santa Cruz se comprendía muy bien la importancia del acercamiento. Si llegaba a materializarse representaría un espaldarazo para el régimen que no podía encontrar en otra parte. El hombre que llevaba el peso de los contactos era un diplomático, hoy olvidado, llamado Pedro Prat y Soutzo, marqués de Prat  de Nantouillet. Yo no había oído hablar de él jamás. Luego, cuando me familiaricé con la política exterior del régimen y sus protagonistas, extraje con delectación toda la información que pude recopilar sobre él. Para los franco-falangistas debió de ser una figura de proa. Para el historiador, un personaje poco recomendable. Para los compañeros, alguien que era mejor olvidar. Cuando, tras su período norteamericano, fue enviado como embajador a Brasil, se vio envuelto en algún asunto turbio que era incluso más negro que los que esmaltaban la carrera de varios conocidos diplomáticos de la época. Sobre él ha caído un tupido velo.

Esto no significa que el señor marqués no fuera listo. Antes al contrario. Era un diplomático muy vivo y curtido en mil batallitas. En agosto de 1949 no tardó en redactar un memorándum para conocimiento del ministro Alberto Martín Artajo en el que exponía los pros y los contras, desde la perspectiva de las relaciones con Estados Unidos, de una relajación de las disposiciones en vigor contra las “sectas” protestantes. Con toda la precaución del mundo, él favoreció la introducción de un mínimo de libertad religiosa.

¡Ah! Nantouillet no sabía que iba topar con la Iglesia o, si lo sabía, debió de parecerle que merecía la pena. En el archivo de la Presidencia del Gobierno se encontraban algunas pruebas de la reacción de la Jerarquía. Recuerdo una de ellas. Una carta firmada por el Cardenal Primado de Toledo y por el Arzobispo de la diócesis de Madrid-Alcalá. Leerla fue como recibir un electroshock. No me atreví a fotocopiarla  (gran error) aunque no sé si la amable directora del Archivo lo hubiese permitido ya que la misiva, obviamente, no tenía nada que ver con política económica o comercial.

Sí recuerdo, porque los efectos del electroshock fueron duraderos, que tan ilustres y eminentes varones se opusieron a la posibilidad de la relajación del tratamiento a las minorías protestantes. Lo hicieron envolviendo su postura, clara y terminante, en todo tipo de expresiones de buena voluntad, de respeto a SEJE y a los principios fundamentales de la política del Estado y blablá, pero en último término fundamentaron sus objeciones de forma taxativa. La Iglesia reconocía, ¡cómo no!, el sacrosanto principio de respeto a la libertad humana, sí,  pero no al de la libertad para “difundir el error”.

En puridad, nada nuevo, pero a mí me impresionó que allá por finales de los años cuarenta, período negro por antonomasia, dos príncipes de la Iglesia se atrevieran a cortar por lo sano cualquier posibilidad de liberalización del trato que el Estado dispensaba a las minúsculas iglesias protestantes. En la España católica, apostólica y romana no cabía la posibilidad de abrir puertas al “error”.

No sé si la carta de tales ilustres eclesiásticos seguirá conservándose en los archivos de la Presidencia del Gobierno. Lo que sí sé es que durante muchos años me he arrepentido amargamente de no haberla fotocopiado. Con lo que fui aprendiendo después, y con muchos otros descubrimientos que realizaría en archivos españoles y extranjeros, tengo la seguridad que hubiera podido extraer de ella mucho jugo. Si se conserva, a lo mejor otro podrá hacerlo.

Como es notorio, los intereses geoestratégicos norteamericanos terminaron imponiéndose a las concepciones politicas y religiosas de Truman. Se encontró la fórmula de aceptar la llegada y permanencia en la España católica post-concordatoria de protestantes norteamericanos del más variado pelaje, ¡incluso de masones! de la misma nacionalidad, pero para los desgraciados protestantes españoles -quizá por reminiscencias de Trento, o de la guerra de los Treinta Años, o de la influencia de  las enseñanzas menendezpelayistas-  hubo que esperar todavía a que pasaran muchos años. Hasta que después de largos y complicados debates internos, azuzados desde fuera por las consecuencias del Concilio Vaticano II, ni siquiera la supercatólica España pudo resistir los embates. Tras casi diez años de pugnas, en el verano de 1967 se aprobó por fin un primer estatuto que reconocía el derecho a la libertad religiosa. Ciertamente no tenía mucho que ver con los trabajos que se desplegaron en el Ministerio de Asuntos Exteriores tras la llegada diez años antes al Palacio de Santa Cruz del único ministro del ramo de talla que dio la España franquista.

 

Nota: un análisis del memo de Prat de Nantouillet me di el gusto de incluirlo en Los pactos secretos de Franco con Estados Unidos. Bases, ayuda económica, recortes de soberanía, 1981. También en una revisión profunda del mismo, En las garras del águila, CRITICA, 2003, que todavía puede encontrarse en el mercado. No aludí a la carta de los príncipes de la Iglesia.