Exploraciones en archivos (II)

Con la actual crisis del coronavirus y los efectos que está teniendo sobre la salud y la vida de nuestros conciudadanos y otros países europeos y no europeos (al fin y al cabo ha sido declarada una pandemia), me parece una banalidad escribir sobre archivo e incluso mantener este blog. El único impacto positivo para servidor es que me he encerrado en casa y apenas si salgo a dar dos paseos reglamentarios por la mañana y por la tarde. El resto del día lo paso trabajando y la verdad es que en la última semana he hecho muchos progresos. Ya voy por la mitad de mi próximo libro en una redacción todavía susceptible de numerosos cambios, aunque lo escrito está sólidamente afianzado en EPRE.

En este período he echado mano a mi experiencia del trabajo en archivos y las consecuencias procedimentales que de él he derivado. La primera es la importancia de acumular una base importante de EPRE. Para el futuro libro, ya la tengo aunque todavía me falta más, que no sé cuándo podré buscar dada la combinación de restricciones a los viajes y el cierre de archivos.

Tal fue la primera lección que aprendí en 1971, cuando me sumergí por primera vez en archivos en Bonn y otras ciudades alemanas. Conocía el estado de la cuestión existente en el tema que debía explorar (la financiación nazi de la guerra civil). Era muy endeble y con numerosas lagunas, fácilmente perceptibles para cualquier economista. El profesor Fuentes Quintana, entonces director del Instituto de Estudios Fiscales en Madrid, me allanó todas las dificultades administrativas y financieras. Aquí no interesan. Ello me permitió, un tanto a ciegas, hacerme con una base de varios miles de documentos.

La segunda lección que aprendí fue la importancia del azar. Cuando ya tenía prácticamente cerrado el borrador y mi secretaria lo estaba pasando en limpio a máquina (no había ordenadores y los cambios en él se hacían a mano por métodos tradicionales) me encontré un legajo, que no buscaba, sobre las actividades del entonces teniente de navío (si no recuerdo mal) Wilhelm Canaris en la España de los años veinte. Me quedé ojiplático, seguí la pista y tuve que rehacer prácticamente el enfoque hasta entonces aplicado. Me pregunto qué hubiera pasado de no haberme topado con el famoso legajo.

(Incidentalmente, dos o tres años después un periodista/historiador alemán muy reputado, Heinz Höhne, publicó una biografía de Canaris que incluía una parte del mismo material. Lógicamente lo hizo desde un punto de vista alemán, que no era el que yo había seguido, y dado que entonces la historia se escribía en departamentos estancos no se molestó en referirse a mi propio libro, aparecido antes, que probablemente no conoció).

Si bien este primer factor depende de la voluntad del investigador, el segundo no. Se encuentran cosas o no se encuentran. Si la red es grande y se extiende con amplitud hay más posibilidades de pescar más peces (EPRE) que si es pequeña y se lanza unos cuantos metros. El azar es algo que debe siempre tener en cuenta el investigador. Nunca cabe estar seguro de haber acotado toda la EPRE necesaria para abordar con éxito una cuestión. De aquí que afirmar que haya historia definitiva es una estupidez, particularmente en temas más o menos contemporáneos. Este obstáculo se salva, dicen, aplicando métodos propios de la historia cultural y de las mentalidades, en que suele hacerse uso de material primario que se encuentra en el dominio público: prensa, revistas, autobiografías e, incluso, novelística. Es una forma de querer aprehender el pasado. Hay otras.

¿Cuánta EPRE, pura y dura, no residirá en archivos todavía no abiertos o en material todavía no desclasificado?

La tercera lección que aprendí se refiere precisamente a la accesibilidad del material. En aquella época de principiante me codeaba, lógicamente, con otros investigadores. Por conversaciones y chismorreos me enteré de que las hojas de servicio de los miembros del partido nazi e incluso de las SS entonces accesibles no eran todas las que existían. Había en el Berlín de aquella época, todavía bajo la administración de las cuatro potencias, un archivo (Berlin Document Center) donde se guardaban las restantes. Estaba en el sector norteamericano en un recinto protegido por alambradas y debidamente protegido.  Era un archivo de acceso no prohibido, pero sí restringido. Los norteamericanos tenían que estar seguros de que los investigadores que solicitaran acceso perseguían fines legítimos, en general de naturaleza académica, aparte de las relacionadas con las pesquisas judiciales y otras.  Las autoridades alemanas no habían, se me dijo, solicitado su incorporación a los archivos federales que eran  de acceso totalmente libre. Al parecer, había ciertas reticencias a solicitarlo porque los fondos en cuestión ponían al descubierto el pasado nazi de muchas figuras públicas. Luego, naturalmente, esta objeción desapareció, pero en 1971-1972 tenía fuerza.

No recuerdo la situación legal exactamente y es posible que mi memoria me falle. Lo que sí recuerdo es que mis intentos de entrar en el BDC se toparon con la necesidad de aval por una autoridad superior, en mi caso el embajador. No había precedente de que un diplomático extranjero pidiese acceso a los fondos allí custodiados. Fuentes Quintana tuvo que movilizarse, en Madrid y de cara a Bonn, para que se solicitara oficialmente. Esto eliminó todos los problemas y me evitó recaer en muchos de los errores que circulaban en la historiografía. Quizá el más importante se refería a uno de los emisarios enviados por Franco en julio de 1936 a Berlín para ver cómo se podría llegar a Hitler. De lo que se trataba era de conseguir su apoyo a la petición hecha por vías más convencionales de recibir aviones de transporte para transportar sus tropas del Protectorado a la península.

Son tres lecciones, aprendidas por un principiante, que siempre he seguido cuando ha sido posible. Desde los años setenta del pasado siglo hasta la más rabiosa actualidad.

Tuve ocasión de empezar aplicarlas en la segunda investigación que me encargó Fuentes Quintana. Explorar el tema del “oro de Moscú”. Las seguí al pie de la letra. Lo primero que quise fue ver la documentación sobre el oro. Se encontraba en en un “expediente Negrín” que  había entregado uno de sus hijos tras el fallecimiento de éste a las autoridades españolas a finales de 1956. La dictadura hizo del recibo de la documentación (solo citó una parte mínima que era, precisamente, el acta de apertura del depósito en Moscú en febrero de 1937) un timbre de gloria a su mayor engrandecimiento. En realidad, pocos habían visto el expediente completo fuera de un grupo muy restringido de altos funcionarios del Banco de España y de los Ministerios de Hacienda y Asuntos Exteriores.

Gracias a las gestiones de Fuentes Quintana, en el Banco me permitieron inmediatamente que explorase los archivos de las direcciones operativas, entonces todavía no incorporadas al Archivo Histórico. Del “expediente Negrín” nadie dijo una palabra. Así, pues, me limité a explorar todos aquellos en los que se me permitía hurgar. Y aquí intervino nuevamente el azar. Lo que exploré, en función de la primera lección de ampliar lo más posible la base de EPRE, fue algo de lo que no se tenía demasiada idea: la documentación que demostraba cómo el gobierno republicano había empezado a movilizar las reservas de oro en los días siguientes al golpe del 18 de julio para su venta al Banco de Francia a fin de obtener divisas. Divisas necesarias para adquirir armas y municiones allá dónde fuera. Pero ¡con el “oro de Francia” la dictadura no había levantado el pollo que con el “oro de Moscú”!. El primero se había confundido arteramente con el de la recuperación, después de la VICTORIA, de otro oro depositado en la sucursal del Banco de Francia en Mont-de-Marsan en 1931.

¿Consecuencia? Aclarado el tema del primer tramo de la venta de oro no me fue ya imposible, aunque sí difícil, convencer al Gobernador del Banco de España que me permitiera ver el “expediente Negrín”. Apliqué la primera lección que había aprendido en Bonn. Al terminar mis pesquisas a la satisfacción de Fuentes Quintana y de su sucesor en la dirección del Instituto de Estudios Fiscales, César Albiñana, ya había adquirido una modesta, pero dilatada, experiencia en casi una decena de archivos españoles y extranjeros. Me faltaba por aprender una cuarta lección: había gente a la que no gustaba que se escarbase en el pasado

(continuará)