La bandera del capitán Tejero

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Rafael Tejero, miembro de la UMD, fue uno de los represaliados por el tardofranquismo y primeros años de la democracia. Falleció en 2009 a la temprana edad de 67 años.

 

Cuando cumplía mi servicio militar, uno de mis capitanes era el capitán Tejero, que nada tenía que ver con el golpista Tejero, quien por aquel entonces penaba su estúpida osadía buenista y retrógrada. El buenismo del otro Tejero era el buenismo malista. Para entendernos.

Mi capitán Tejero era un buen hombre. Una buena persona, si empleo ese lenguaje inclusivo que ahora se nos impone en tantas profesiones, la mía de editor de material educativo sin ir más lejos.

No soy capaz de recordar su nombre de pila, y Google no me ayuda o yo no sé decirle a Google bien qué tiene que buscar en sus cibernéticas tripas inmensas e inmersas. No importa…

El capitán Tejero, de la Plana Mayor del Batallón de Carros de Combate Otumba, perteneciente al Regimiento de Infantería Vizcaya número 21, con sede en la base militar de la ciudad valenciana de Bétera, era, ya digo, un buen hombre, una buena persona: un profesional intachable. O eso me parecía a mí, que era un simple soldado. Cabo, un simple cabo.

Estamos en 1986, y estamos en uno de los cuarteles de donde habían salido algunas de las tropas que aquel 21 de febrero aciago, de 1981, tomaron la ciudad de Valencia como parte del golpe de Estado afortunadamente fallido. Y mi capitán, ya digo, era el capitán Tejero. Mal nombre para un hombre bueno, al menos todavía en aquel ahora lejanísimo año de 1986.

Imagino, ahora que recuerdo aquellos días, una tarde pongamos de abril de 1986. Es jueves. Da igual. Jueves.

Estoy en la oficina anterior al despacho del capitán Tejero, es casi la hora del paseo, la del final de la jornada castrense en el Batallón Otumba. Comienzan las horas a renegar por completo de un invierno que se ha jl2estado resistiendo a morir. La primavera acude a los días. Mi mili es ya la de un veterano. Un veterano en Bétera. El capitán Tejero me está dictando algo que yo escribo muy lentamente a máquina. Punto. Es lo último que le escucho. Suena ahora la corneta que anuncia que la bandera se está arriando en un gran patio del batallón. La bandera es la bandera española, claro. Me gustaría recordar que son las seis de la tarde. Yo debería estar con mis otros compañeros, bien formando para salir a visitar la ciudad de Bétera (beber en la ciudad de Bétera), o simplemente decidiendo qué hacer hasta la noche en el cuartel (a cuál de las cantinas acudir para merendar… y beber). Pero sigo junto al capitán Tejero porque, amablemente, como si más que una orden me suplicara un favor al que podría indudablemente negarme, me ha pedido que me quede a ayudarle con unos papeles que le faltaban por gestionar para tenerlos listos a primera hora de mañana viernes.

El capitán Tejero me hace un gesto que no veo, que intuyo, que casi huelo. Él se levanta. No hay nadie más en ninguno de los despachos del Regimiento Vizcaya, sólo estamos él y yo. Se cuadra, saluda sin la boina preceptiva de los carristas que no puede portar bajo techo. Su saludo es admirable: el capitán es una presencia enteramente convencida de su necesidad de homenaje. Yo le imito.

Arriada la eternidad, se difuminan los deseos bajo la cúpula excelente de la disciplina, un rotundo himno esencial en el que fundirnos con el pasado como si no hubiera un mañana o, quizás, para que ese devenir se alinee sobre el futuro de tantos seres muertos, tantos seres vivos, humanos próximos, una familia de guerreros contra todas las adversidades de la naturaleza y su lucha para no dejarse vencer por nada ni por nadie. Únicamente el deber nos libera del miedo. Cuando Dios se escabulle en sus cielos de gloria inversa, los hombres miran hacia las señales inconfundibles de la sangre y el mérito. Démonos el valor necesario para no sucumbir nunca a la felicidad de la derrota. Que el enemigo sepa todo esto y sólo suyo sea ya por siempre el temor.

Se sienta. Nos sentamos. Afuera ha finalizado la ceremonia de arriar la bandera. La española. Espera a que esté atento a sus palabras nuevamente, el capitán Tejero, y me dicta las dos últimas frases del escrito que tramitamos. Saco la octavilla del carro de la máquina de escribir, pongo el sello en su lugar correspondiente y se la entrego. Me da las gracias, y se despide educadamente. Yo sigo creyendo que acabo de asistir a algo muy especial que no entenderé nunca. Un misterio que aún hoy todavía creo que revelaba buena parte de la historia de España, pero que no he sabido aún explicarme a mí mismo.

Algún día tendré que escribir sobre eso.