El Inquisidor General y el hereje

Solo hay una manera para evitar las críticas: no hacer nada, no decir nada y no ser nadie.

Aristóteles (384 a de C. – 322 a de C.)

 

La libertad de pensar nace de la voluntad comprender, pues no es libre quien no desea avanzar en el conocimiento de la realidad objetiva, es decir en el conocimiento de la verdad tal cual es, sin afeites, de lo realmente existente más allá de las apariencias.

Esa libertad, esencia del ser humano, que es la voluntad de comprender, entra en contradicción con el poder de lo establecido, de lo políticamente correcto. Cuando la autocensura -a menudo inducida por la coerción que ejerce “el qué dirán”, como elemento de control social- no cumple su función represora es entonces cuando entra en acción el inquisidor. Es decir, el vigilante de la pretendida moral pública, que siempre acecha desde los innumerables chiringuitos ubicados en el Reino del Poder.

Un demócrata monárquico es un oxímoron (con perdón), pues, de no aceptar la perversión del lenguaje, que ha devenido en llamarse “significantes vacíos”, habrá que llamar al pan pan y al vino vino. Pues como dijo el inefable Sr. Rajoy, con su retranca gallega, “un vaso es un vaso y un plato es un plato”, con gran regocijo y alboroto de la ciudadanía. Por lo tanto afirmo, sin rubor alguno, que un demócrata es un demócrata y un monárquico es un monárquico.

Con esta aclaración preliminar, intentemos profundizar en el significado de ambos conceptos:

Según el diccionario Larousse:

Démocratie : Système politique, forme de gouvernement dans lequel la souveraineté émane du peuple.

Monarchie : Régime politique dans lequel le détenteur du pouvoir l’exerce en vertu d’un droit propre : droit divin, hérédité (par opposition à république).

Es decir, la democracia es una forma de gobierno en la cual la soberanía emana del pueblo. En democracia, cualquier jefe de Estado que delinca puede ser investigado y procesado, y, de ser condenado, inmediatamente depuesto.

Por el contrario, una monarquía no es una democracia, pues la máxima autoridad del estado lo es por derecho divino, heredado. En el reino de España dicha jefatura ha sido heredada directamente de un dictador genocida, que lo era, según él, por la gracia de Dios, y así constaba en las monedas que incorporaban su efigie. Por si fuera poco, el rey también hereda su sorprendente inviolabilidad, es decir no puede ser investigado ni procesado.

Si tenemos en cuenta, además, que el rey es jefe supremo de la cadena de mando, por lo tanto un militar monárquico, cualquier circunstancia que señale la presencia de un republicano entre sus filas pone al citado sujeto en grave riesgo de ser rechazado y, con toda seguridad, acosado por su presunta falta de neutralidad política, como si el ser monárquico no rompiese esa pretendida neutralidad.

Esto es exactamente lo que le ha sucedido a Marco Antonio Santos Soto, Cabo Sanitario del Ejército, un demócrata ejemplar, que ha sido finalmente condenado por herejía y consiguientemente expulsado por el Gran Inquisidor, pues hoy ya no se estila eso de quemar en la hoguera.

La poderosa maquinaria del Estado, en su diferentes ramificaciones cívico-militares, heredada de la dictadura franquista, está deficientemente delimitada por un estado de derecho que deja mucho que desear, especialmente en su zona de penumbra militar, en donde la justicia es, como se puede constatar, escasamente ecuánime y rabiosamente monárquica.