Una estrategia para los cascotes del imperio

Una viñeta de El Roto, publicada en El País, puso en circulación el vocablo “cascotes” para referirse a los islotes africanos que, en la inmediata proximidad del territorio marroquí (cuando no unidos a éste por un istmo, como en Vélez de la Gomera), permanecen bajo soberanía española: “Perdimos las colonias, pero conservamos los cascotes”, decía el bocadillo. Los “cascotes del Imperio”, que en algún caso formaron parte de éste desde mediados del siglo XVI, vuelven a la actualidad informativa a causa del riesgo que para el Gobierno español implica su situación geopolítica: convertirse en puerta de entrada para la inmigración ilegal, de muy difícil, si no imposible, vigilancia y control.

Ya en 2002, con motivo del sainetesco “incidente de Perejil”, la opinión pública cobró conciencia del problema, porque este peñasco, además, ni siquiera tenía entonces existencia oficial y nunca estuvo específicamente incluido entre las que fueron llamadas “plazas de soberanía”, nombre oficial con el que se las distinguía del territorio del antiguo “protectorado español de Marruecos”. Entre ellas no se incluyen Ceuta, Melilla ni la isla de Alborán, ciudades autónomas las dos primeras y territorio almeriense la última.

El conflicto producido recientemente por la llegada de inmigrantes al islote Tierra, del minúsculo archipiélago de Alhucemas, y su controvertida resolución, poco acorde con la legislación internacional relativa al caso, han suscitado un cúmulo de opiniones, no siempre coincidentes, sobre la utilidad de los diversos islotes y peñones, y han puesto en la balanza las ventajas y los inconvenientes de seguir conservándolos bajo la bandera española.

Una argumentación bastante común, que deseo rebatir en este comentario, sigue más o menos la siguiente línea. Los islotes y peñones no tienen ningún valor estratégico ni de otra naturaleza, ni para España, ni para la OTAN, en lo que casi todos coincidimos. Además, sin la colaboración de Marruecos, se pueden convertir en un coladero de inmigración ilegal. Aún más, ni siquiera son militarmente defendibles frente a un ataque por sorpresa, a menos de empeñarse en una guerra contra el presunto invasor. El conflicto de Perejil se resolvió entre bastidores, gracias a la mediación de EE.UU.

No obstante lo anterior, no son pocos los que opinan que la defensa de Ceuta y Melilla comienza en la línea de los islotes. “España no se entrega a trozos”, se ha publicado como opinión de un general. “Si se ceden los peñones, Marruecos exigirá Melilla, Ceuta… y luego ¡las Canarias!”, argumentan otros. Y siento diferir también de un compañero de profesión que utilizó esta metáfora: “Los peñones son el punto por donde puede saltar la carrera que deshaga la media”. Lo que puede leerse en una web oficial, que afirma que los islotes son “posiciones avanzadas y atalayas de la patria”, no pasa de ser retórica trasnochada, porque desde ellos poco puede defenderse y nada otearse que no hubiera sido observado ya por satélites y aeronaves.

El error estratégico inherente a algunas de esas opiniones es patente. Hay una contradicción esencial entre considerar a los peñones como primera línea de defensa de las ciudades autónomas, y asegurar, además, que los citados peñones son militarmente indefendibles. ¿Qué estrategia viable y razonable puede basarse en tan absurda contradicción? La confusión está en la pretensión de utilizar una sola estrategia -la militar- para alcanzar objetivos distintos.

Razonemos en sentido contrario: ¿cuál es la estrategia básica para la “defensa” de Ceuta y Melilla? No es la militar; ésta sería solo una segunda línea de defensa, y no la más deseable ni eficaz. La primera línea, la más decisiva y directa, es una estrategia “civil”. Consiste en desarrollar una política orientada a los habitantes de ambas ciudades autónomas, que les haga mucho más deseable mantener su nacionalidad española que imaginar cualquier otra opción: independencia o soberanía marroquí. Esta es la línea fundamental sobre la que deberían concentrarse los esfuerzos de la política española hacia ambas ciudades autónomas.

¿Y respecto a los peñones e islotes? La respuesta más razonable es obvia: cederlos a Marruecos en la forma que mejor sirva para estabilizar las relaciones entre ambos países, en beneficio mutuo. ¿Por qué conservar algo que no solo es inútil y absorbe recursos humanos y económicos, sino que, además, es fuente de problemas de no fácil resolución?

Quizá el mayor obstáculo para adoptar una estrategia racional en este importante asunto sea el temor de los gobernantes, de cualquier tendencia política, a ser tachados de “abandonar territorio español”. Cosa que antes que ellos hicieron sin desdoro reyes, generales y gobernantes, incluido aquel que, desde el ejercicio del supremo poder dictatorial, abandonó las antiguas “provincias” españolas en África (Sáhara y Guinea Ecuatorial). Por el contrario, haber sido capaz de resolver un secular problema español, dentro de unos elogiables parámetros de racionalidad e interés nacional, daría prestigio al Gobierno que lo lograse.