Lo peor del otoño no son estas tardes menguantes que se nos van entre los dedos como el agua de una fuente, ni los frentes atlánticos, que oscurecen el cielo y apenas dejan llegar la luz. Lo peor es cuando el día se hace noche como en un eclipse por la muerte de un amigo del alma.
Todavía me parece estar viéndolo entrar en mi celda de la División Acorazada la tarde del 4 de agosto de 1975, con su portafolios y el Código de Justicia Militar. Me dijo que iba a hacerse cargo de mi defensa y, aunque no nos conocíamos, nos entendimos enseguida: más que una defensa personal había que hacer una defensa política.
Todo aquel tórrido verano se pasó las tardes en mi celda, con la excusa de revisar recursos y alegaciones, mientras Teresa, su mujer, se iba con los niños a la Dehesa de la Villa. Luego supe que tenía miedo de que, al no tener mi familia en Madrid, pudiera deprimirme.
Pepe no solo hizo una defensa a tumba abierta que le costaría varios arrestos, sino que completó su papel con el de acompañante de mi mujer cuando venía a visitarme desde Galicia. Maricarmen me comunicó que en el libro o revista que le compraba para el viaje en la estación metía siempre, sin decir palabra, unas cuantas estampitas verdes de mil pesetas.
Cuando, dispersados por castillos militares (El Hacho-Ceuta, San Julián-Cartagena y La Palma-Ferrol), comprobamos la imposibilidad de una defensa militar y nombramos abogados civiles, en mi caso Jiménez de Parga, Pepe Altozano siguió en la brecha, visitándole y aportándole datos, como si fuera un codefensor.
Hacia finales de aquel año, cuando nació su hija, me pidió que, pese a mi agnosticismo, hiciera de padrino, papel que, como sabe Lola, hice lo mejor que pude, que no fue nunca mucho, pero aquello fortaleció los lazos de amistad entre nosotros y nuestras familias.
Vivió las sesiones del Consejo de Guerra con más intensidad que los propios condenados, y sufrió tanto por no haber conseguido que no me expulsaran del Ejército que, cuando diez años después reingresamos, se empeñó en llevarme a un almacén de Intendencia para comprarme un uniforme completo, de los zapatos a la gorra.
Fue siempre un decidido defensor de nuestra Constitución y uno de los principales animadores de aquellas cenas que organizaba Bernardo Vidal en los aniversarios del referéndum con el lema clásico: “La UMD ha muerto, ¡Viva la Constitución!»
La memoria me transporta en esta tarde otoñal a días especialmente felices, como aquella multitudinaria cena en el restaurante Rúa de Pontevedra, con motivo de mi reingreso, y aquel acto en el Centro de Estudios Constitucionales en el que le nombramos Capitán de la Democracia. Aunque en esta ocasión, por debajo de la alegría, ya nos dimos cuenta que asomaba el mal que le aquejaba.
En la UMD, como es natural, cada uno tenía su perfil, y todos coincidimos en que Pepe Altozano era el corazón más grande que había en la organización, el mejor de todos nosotros. Yo comencé a llamarle, por aquellos años, San Pepe Altozano y, según mis compañeros, comenzó a vérsele, con más o menos nitidez según los días, una aureola en torno a su cabeza. Con esa aureola tendrá asegurado el ascenso a ese lugar sin sombras en el que las nubes navegan en un mar de felicidad. Descansa en paz, viejo amigo.
El coronel Xosé Fortes es fundador de la Unión Militar Democrática (UMD)
Coronel de Infantería y miembro fundador de la UMD.