Ante Dios y ante la historia

Hace varios siglos el Apóstol San Pablo en su Epístola a los Romanos sostuvo, siguiendo las tradiciones bíblicas, que todo el poder procede de Dios. En los siglos posteriores esta idea fue recogida y reforzada por numerosos teólogos que llegaron incluso a sostener esta teoría hasta tiempos muy recientes, y así se puede comprobar repasando los textos de algunas constituciones, elaboradas cuando ya se había producido la Revolución Francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. En consecuencia, nadie podía exigir responsabilidades al Soberano sin ofender a Dios, que le había otorgado su poder.

La mayoría de las Constituciones que han jalonado nuestra historia reciente contienen un estribillo, a modo de cláusula de estilo, en función de la cual: “La persona del rey es sagrada e inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Algunas son más precisas y añaden que: “Son responsables los Ministros”. La Constitución de 1876 todavía es más concreta y detallada y establece taxativamente que son responsables los ministros y que ningún mandato del rey puede llevarse a efecto si no está refrendado por un Ministro, que por solo este hecho se hace responsable.

Como no podía ser de otra manera, la Constitución de la Segunda República rompe con esta tradición y establece la responsabilidad criminal del Presidente por las infracciones delictivas de sus obligaciones constitucionales.

Consolidado el golpe militar con la derrota de la democracia y la República, Franco, que había sido proclamado Jefe del Estado el 1 de Octubre de 1936, posiblemente porque a alguno de los golpistas le parecería inoportuno, no se considera investido por la Gracia de Dios. Sin embargo, cuando ya se siente más consolidado e indiscutido, el 17 de Mayo de 1958, proclama autocráticamente que su responsabilidad solo será ante Dios y ante la Historia. Años atrás aupado por la Iglesia Católica Apostólica y Romana que le consideró el Caudillo de una Cruzada, se atrevió a imprimir en las monedas de curso legal el lema: “Caudillo de España por la Gracia de Dios”.

Al parecer, estas ancestrales y extravagantes prerrogativas y privilegios se han trasladado a la Constitución de 1978. La Mesa del Congreso de los Diputados, recogiendo el dictamen de los Letrados de las Cortes, inspirado en dos sentencias del Tribunal Constitucional en las que se dice que: “el titular de la Jefatura del Estado, encarnada en la persona del rey, es inviolable y preserva al rey de cualquier tipo de censura o control de sus actos”, añade que “a la inviolabilidad se une la no sujeción a responsabilidad, en referencia a que no pueda sufrir la imposición de consecuencias sancionatorias por un acto que, en otro caso, el ordenamiento así lo impondría”. En consecuencia, concluye el dictamen, la protección jurídica se relaciona “con la persona y no con las funciones que el titular de la Corona ostenta”.

Quizá no se han dado cuenta de la gravedad de esta última conclusión. Elevan a una persona humana a la categoría de un Dios omnipotente e impune. Esta categoría divina no se extingue con la pérdida de su condición de monarca sino que se extiende, de por vida, hasta su muerte. Solo Dios y la Historia podrán juzgarle. Con ello se zanja el debate y, como nos enseña Montaigne en sus Ensayos, con su imperecedera sabiduría: “Hay que dedicarse poco a juzgar la reglas divinas”.

Simplemente con la literalidad de los artículos 56.3 y 64 de nuestra Constitución, se llega a la conclusión inevitable de que la exención de responsabilidad se refiere a los actos realizados en el ejercicio de sus funciones, que son los únicos que pueden ser refrendados. Resulta inimaginable que un Ministro refrende operaciones de cohecho, corrupción o blanqueo de capitales, e incluso otras de mayor entidad delictiva. Según los Letrados la inviolabilidad es absoluta y tiene efectos permanentes. La conclusión me parece de imposible encaje en los principios constitucionales y en el derecho internacional sobre las inmunidades y privilegios de los Jefes de Estado.

El Preámbulo de la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas, adoptada el 18 de Abril de 1961, reconoce que:”tales inmunidades y privilegios se conceden no en beneficio de las personas, sino con el fin de garantizar el desempeño eficaz de las funciones de las misiones diplomáticas en calidad de representantes de los Estados”. En opinión del internacionalista Thomas Bruce Broomhall, este mismo fin funcional e impersonal se aplica, mutatis mutandi, a la figura del Jefe de Estado.

Llevada hasta sus últimos extremos la doctrina sentada por el dictamen de los Letrados de las Cortes, se ampliaría su impunidad y se exoneraría de responsabilidad penal al rey, ante el Tribunal Penal Internacional creado por el Estatuto de Roma, firmado y ratificado por España, cuyo artículo 27 establece con claridad y rotundidad que en el caso de los delitos comprendidos en su texto (genocidio, tortura, lesa humanidad y crímenes de guerra) no se exime de responsabilidad penal a los Jefes de Estado.

Ley Orgánica 16/2015, de 27 de octubre, sobre privilegios e inmunidades de los Estados extranjeros, las Organizaciones Internacionales con sede u oficina en España y las Conferencias y Reuniones internacionales celebradas en España, reconoce que la Constitución recoge igualmente una clara exigencia de cumplimiento de las obligaciones jurídicas derivadas del Derecho Internacional. Entre ellas, lógicamente, se incluyen las obligaciones contenidas en Tratados Internacionales celebrados por España en materia de inmunidades, así como otro tipo de obligaciones que puedan derivar del Derecho Internacional consuetudinario o de sentencias obligatorias de tribunales internacionales.

El Instituto de Derecho Internacional, integrado en el organigrama de Naciones Unidas, mantuvo que la inmunidad de los Jefes de Estado por sus actos respondía a tradiciones consuetudinarias y que era necesario y recomendable precisarla y ponerla en cuestión si se pretendía que fuese absoluta. El derecho internacional consuetudinario distingue entre inmunidad personal e inmunidad funcional.

En lo que se refiere a la distinción entre actos públicos y actos privados (o también, entre un acto o conducta llevada a cabo por un Jefe de Estado bajo sus capacidades oficiales o bajo sus capacidades personales) cabe señalar que esta distinción ha implicado no solo una erosión en materia civil, sino también que se abra la puerta al cuestionamiento de mantener una inmunidad absoluta en materia penal. Ello responde al hecho de que dicha erosión se viene produciendo en buena medida gracias al desarrollo del derecho internacional de los Derechos Humanos y del Derecho Penal Internacional. El principio de inmunidad absoluta está seriamente cuestionado y resulta incompatible con el moderno constitucionalismo.

Más dificultades presenta la cuestión de someter al rey, como Jefe del Estado, a las Comisiones de Investigación previstas en los Reglamentos de ambas Cámaras. Quedan descartadas las investigaciones sobre todas aquellas decisiones que deben ser refrendadas por los Ministros. Sin embargo la inmunidad no abarcaría las que se pudieran constituir para depurar las responsabilidades del Rey sobre los actos que realiza como persona fuera del ámbito de sus funciones constitucionales. Me estoy refiriendo a conductas que pudieran encajar en las previsiones del Código Penal. Ahora bien, en estos casos, me parece necesario advertir sobre las dificultades y contraindicaciones que surgen de realizar una investigación política que se solapa sobre actuaciones seguidas en los órganos de la justicia penal.

Somos varios los que hemos advertido que la legislación española sobre Comisiones de Investigación debe ser urgentemente revisada. En Francia no puede superponerse una investigación parlamentaria a una investigación judicial sobre los mismos hechos. Desde el momento en que un Juzgado abre una investigación debe suspenderse la investigación parlamentaria. En Bélgica se aboga por esta misma solución. En Alemania son compatibles las dos investigaciones pero, en la práctica, la parlamentaria cesa cuando se inicia la judicial.

Me parece que la decisión de la Mesa del Congreso, declarando que las prerrogativas de inviolabilidad y no sujeción a responsabilidad, consagradas en el artículo 56.3 de la Constitución, son absolutas, abarcan la totalidad del periodo en que se ejerce la Jefatura del Estado y tienen efectos jurídicos permanentes, nos hace retroceder a tiempos en los que primaba la teología sobre el constitucionalismo.

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José Antonio Martín Pallín es abogado. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).