No solo en España, sino también en otros países, es fácil observar una deriva política hacia posiciones de derecha. Se reducen los beneficios del Estado de bienestar, o incluso, como sucede en EE.UU., se abomina de la propia idea de un Estado capaz de intervenir para corregir las crecientes desigualdades sociales y económicas entre los ciudadanos. Aumenta la hostilidad hacia las minorías inmigrantes o hacia quienes participan en una cultura distinta de la dominante. Se identifica el patriotismo con una idea excluyente y agresiva respecto de los que son diferentes y se fomenta un espíritu presuntamente religioso, apoyado en los sectores más reaccionarios de las jerarquías eclesiásticas o los dirigentes espirituales.
Nada puede reprocharse, sin embargo, a una derecha que ha alcanzado el poder democráticamente y que procede a aplicar su ideología en cuanto dispone de los medios para ello. Si ha engañado o no a sus electores, y si cumple o no el programa electoral anunciado, son cuestiones secundarias, propias del juego político en toda democracia. En el caso de España, la mayoría absoluta de la que goza el partido gobernante es el resultado del deseo de los españoles en su conjunto. Quienes votaron en uno u otro sentido o se abstuvieron han de aceptar el resultado de los comicios y sus consecuencias inmediatas.
Esto no impide observar en el panorama mundial el preocupante fenómeno del crecimiento de una extrema derecha, fanática y, llegado el caso, violenta y asesina, nacida muchas veces al amparo de la derecha democrática y luego desgajada de ella, con la que suele convivir en una contradictoria relación. Atribuir a la extrema derecha una violencia asesina no es exageración. Hace poco más de un mes, un extremista de Wisconsin (EE.UU.) irrumpió en un local de la religión sij (de origen indio), asesinando a tiros a seis sijes y a un policía. Abatido el asesino, se descubrió su pertenencia a un grupo de “supremacía blanca” y su condición de fiel seguidor de los festivales musicales que en EE.UU. exaltan esta tendencia y sirven para hacer proselitismo “patriótico”.
Un año antes, otro defensor de la pureza de la raza blanca, el noruego Breivik, había protagonizado un asesinato múltiple, de sobra difundido y conocido por todos. Sentenciado por su delito, solo lamentó “no haber podido asesinar a más personas” y se mostró como defensor de una Europa que estaba deshaciéndose bajo el influjo de la inmigración, a causa de la “debilidad” de los Gobiernos. En Alemania, también por aquel tiempo, se descubrió un grupo neonazi (llamado “Nacionalsocialista clandestino”), al que se atribuyó una docena de asesinatos racistas. En los últimos 20 años se han cometido en EE.UU. 145 asesinatos por personas de ideología ultraderechista.
No se trata, pues, de hechos aislados achacables a personas psicológicamente inestables. Aflora por todo el mundo, y crece apoyándose en las redes sociales de Internet, una extrema derecha que explota las penurias causadas por la crisis económica y la amenaza de un conflicto apocalíptico entre razas o civilizaciones, y que preconiza la necesidad -física y moral- de actuar con urgencia para evitar una inminente catástrofe. En EE.UU. se detectan dos factores adicionales: el odio exacerbado contra Obama y el creciente número de veteranos de guerra que retornan a la vida civil imbuidos de la necesidad de actuar con las armas: no hay que olvidar que un ciudadano estadounidense tiene más posibilidades de desahogarse a tiros en la vida civil que en el ejército.
No conviene pensar que el escaso número de votos que, por lo general, logran los partidos ultraderechistas, hace desestimable la amenaza que representan. La extrema derecha tradicionalmente ha promovido la acción directa, sin preocuparse de los procesos electorales, para alcanzar el poder. Los españoles poseemos claros antecedentes de esto, lo que deberían ayudarnos a reflexionar. En palabras del fundador de la Falange, registradas ya por la Historia en 1933, es legítimo el ejercicio de la violencia, “la dialéctica de los puños y de las pistolas, cuando se ofende a la Patria”. Y si sus enseñanzas quedan ya un poco lejanas en el tiempo, bueno es saber que, en una entrevista publicada en enero de 2012, Jesús Calvo, capellán de la Falange y líder espiritual de la extrema derecha española, ha recomendado la “ilegalización de los partidos políticos porque, como dijo José Antonio, el mejor destino de las urnas es romperlas”.
Así pues, en España también fueron sembradas las semillas ideológicas de la violencia de la extrema derecha, aunque de momento no hayan producido los amargos frutos que se han abatido sobre EE.UU. y Noruega. Los atentados del 11-S contra EE.UU. concentraron la atención de casi todos los Gobiernos en el terrorismo extremista de raíz islámica, y la desviaron del terrorismo de extrema derecha, como el que en 1995 ya había causado el brutal atentado de Oklahoma, a manos de un fanático de ultraderecha, o en España el asesinato de los llamados “abogados de Atocha” en 1977.
Los grupos de ultraderecha aparecen hoy menos peligrosos que las diversas facciones de Al Qaeda; pero su probada capacidad para asesinar y sembrar el terror debería incitar a los Gobiernos a extremar la vigilancia y ahogar de raíz cualquier rebrote de la violencia extremista que practican.
Publicado en CEIPAZ el 10 de Septiembre 2012 – Descargar PDF
Alberto Piris es General de Artillería en la reserva