Devorador impenitente de libros de Historia desde mi juventud, aprendí a lo largo de mi vida profesional que la llamada “Historia Militar” es la más susceptible de ser manipulada con fines muy distintos a los de cualquier ciencia objetiva. Esto es así porque los llamados “mitos bélicos” de casi todos los países se entremezclan con la simbología primordial de las naciones, allí donde éstas beben en sus fuentes imaginarias las viejas leyendas en torno a las que se conforman las “esencias patrias”. Reyes, obispos, héroes, mártires, etc., siempre sobre un trasfondo de guerras y violencia, y a menudo sin base objetiva alguna, conforman algo que a los gobernantes siempre satisface: un pueblo manejable que no pone en duda los mitos de su pasado y así acepta dócil el presente.
Como ya dejó dicho Platón, los mitos tienen una útil función social. Y como las guerras son las que en último término han conformado la mayor parte de los Estados actuales, los mitos bélicos de la Historia son los más extendidos. Sin embargo, conviene matizar este fenómeno. La mayor parte de los textos de historia militar tienen dos orígenes: por un lado, historiadores profesionales que abordan el fenómeno de la guerra, y por otro, militares -generalmente cuadros de mando- que en ella participan o que la observan con mirada crítica. Una tercera fuente, menos fiable, es la de los relatos bélicos, a menudo los más interesantes y difundidos -y sobre todo, los más abundantes-, porque adornan la presunta frialdad de la exposición histórica con un atractivo texto capaz de seducir al lector.
Contra lo que a menudo se piensa, los militares no aprenden su oficio leyendo historia militar, ya que ésta raras veces describe lo que ocurrió en el pasado, sino lo que los historiadores de la época dicen que ocurrió. Son cosas muy distintas. Ni siquiera Julio César narrando la Guerra de las Galias, que él dirigió, o el mariscal Montgomery describiendo sus campañas en África, Italia o Europa, son de mucha utilidad para los militares del siglo XXI. Si algo se deduce de una lectura metódica y reflexiva de la historia de las guerras es que cada una es un fenómeno único e irrepetible: “La Historia no se repite; los historiadores, sí”, se dice con razón. El contexto social, económico, político, cultural, etc., en el que Napoleón invadió Rusia no tenía parangón alguno con las circunstancias en las que Hitler ordenó repetir la operación casi 130 años después. El historiador profesional busca por sistema analogías y parecidos; pero el militar que intente hacerlo para el mejor cumplimiento de su misión, ignorando los demás parámetros de la época, fracasará inevitablemente.
Algunos historiadores académicos atribuían a Jerjes el mando de dos millones y medio de soldados cuando atacó a Grecia en el 481 a.C., hasta que alguien más versado en la milicia demostró la imposibilidad logística de tal operación. Por otro lado, más de un militar metido a historiador ha atribuido a los caudillos medievales formas de pensar la guerra que solo aparecieron al concluir el siglo XVIII, tras la Revolución Francesa. Ni unos ni otros pueden acreditar fiabilidad objetiva. Menos todavía, cuando un texto de historia de la guerra se elabora para disimular la verdad, si ésta no es propicia a quien lo redacta, o para exagerar los hechos que favorecen a ciertas opiniones o ideologías, lo que es común en dictaduras y otros regímenes autoritarios.
De cualquier modo, los textos relacionados con el hecho bélico siguen siendo de especial interés para la humanidad y requerirán de sus autores la habilidad necesaria para extraer cierto orden inteligible de entre “el miedo, el peligro y la confusión” que Clausewitz ya percibió en toda guerra. Solo así se podrá entender ese fenómeno caótico, imprevisible e intermitente que es la guerra, tan distinto de cualquier otra experiencia humana.
Alberto Piris es General de Artillería en la reserva