Prólogo a la reedición de “Stalin el Grande”.

El texto que sigue es el prólogo de la reedición de la obra “Stalin el Grande”, de Anselmo Santos, (Ed. Edhasa, 2020).

 

En las páginas introductorias de este libro, Anselmo Santos cuenta cómo nació su interés por Stalin en enero de 1953. Esto indica ya al lector que Stalin el Grande es una obra que ha vivido en la mente de su autor durante largo tiempo y que no obedece a un impulso momentáneo ni a un capricho de la moda. Fue madurando lentamente, a la vez que la exhaustiva recopilación de datos y de información, procedente de las fuentes más variadas que cabe imaginar, continuó sin descanso hasta que el manuscrito definitivo, trabajado y elaborado de la forma más concienzuda posible, llegó a la editorial en 2012. 

Este prólogo no responde tanto a mis conocimientos sobre Stalin como a la relación personal que me une con el autor, que me ha permitido seguir de cerca la gestación de esta obra. Con un par de años de diferencia, el comienzo de nuestra vida profesional fue casi idéntico: en las academias militares de Zaragoza y Segovia, ambos nos convertimos en tenientes de Artillería allá en la primera mitad de los años 50 del pasado siglo.

El ejército al que nos incorporábamos encerraba en sí el germen de lo que a ambos había de sucedernos, aunque por caminos distintos. Era “El gigante descalzo”, como en un libro así titulado lo describió el historiador Gabriel Cardona, otro militar que abandonó la profesión para dedicarse a la actividad académica como profesor universitario e investigador histórico.

 

Era un “gigante” por el desproporcionado número de generales, jefes y oficiales que lo componían, un gigante macrocéfalo. Los ascensos seguían un rígido escalafón, lo que obligaba a permanecer unos veinte años en empleos inferiores de la escala de oficiales (teniente y capitán), los menos estimulantes porque, además, el gigante estaba “descalzo”No sólo porque la tropa tuviera que resistir con un par de alpargatas los interminables meses del servicio militar obligatorio, reservando los pesados botos herrados para las formaciones y la salida de paseo, sino porque los equipos, el armamento y el material de que disponíamos eran prácticamente de desecho, en gran parte procedentes de la ayuda recibida de Alemania durante y después de la Guerra Civil. La cooperación con EE UU empezaría a llegar poco después.

 

En esas circunstancias de penuria general –que, por otra parte, aquejaba a la mayoría de los españoles en otros aspectos de la vida–, la rutina cuartelera –clases teóricas a la tropa, la enseñanza para analfabetos y la repetitiva instrucción marcando el paso en orden cerrado para desfilar delante del coronel algunos días señalados– no ilusionaba a gran parte de las nuevas generaciones de oficiales, que aspirábamos a algo más estimulante.

 

Dos eran las vías habituales para escapar de aquella rutina. Unos, como Anselmo Santos, abandonaban pronto la milicia para dedicarse a la vida civil, empresarial o académica; incluso política, pues el Régimen daba muchas facilidades para que los militares se situaran en las distintas estructuras del Estado, sobre todo si habían «hecho la guerra». Anselmo Santos tomó con éxito su camino dentro de la empresa civil, lo que, entre otras cosas, a partir de los años 60, le permitió viajar y enriquecer la documentación en la que basaría este (por entonces futuro) ensayo histórico. También le permitió facilitar a otros militares que seguían en activo –y que luego alcanzaron altos puestos en la cadena de mando– el ejercicio del entonces casi inevitable pluriempleo en las empresas con las que su actividad civil le relacionaba, gracias a lo que pudo seguir al tanto de ciertas interioridades de la vida militar española que no estaban al alcance de cualquiera.

 

La segunda vía para rehuir la rutina cuartelera era lo que podríamos llamar la «multiespecialización militar»: apuntarse a cursos profesionales de todo tipo (paracaidismo, equitación, montaña, criptografía, electrónica, automovilismo, etc.), estudiar idiomas (preferentemente inglés, para asistir a más cursos en EE UU) y buscar destino en unidades especiales que generaran una mayor motivación que la vida habitual del cuartel. A esto fue a lo que yo me acogí

 

Mi camino dentro de la profesión militar y el de Anselmo Santos en la vida civil iban a encontrarse pronto. Tras la transición, a partir de 1977, empecé a colaborar en varios diarios de Madrid con una doble intención. Por una parte, trataba de explicar al pueblo español lo que cabía esperar de unos ejércitos que en ese momento iban a entrar en la senda de la democracia y por tanto, en vez de ser el sostén de un régimen político, se habrían de convertir en instrumentos al servicio del Estado. Por otra parte, pretendía que mis compañeros de profesión entendiesen que el ejército en un país democrático no podía seguir considerándose la «espina dorsal de la patria», la institución que decidía por su cuenta el destino de todos los españoles, sino que su función era constituirse en el «brazo armado del Estado», siempre a las órdenes del poder político, el único legitimado para utilizarlo. Como quedó de manifiesto el 23-F, es evidente que no tuve mucho éxito, al menos en la segunda orientación de mis esfuerzos. Pero aquí surgió el origen y mi contacto inicial con Anselmo Santos.

 

En noviembre de 1982, ejercía en Bruselas como agregado militar de la embajada de España. Una mañana, leyendo El País, me llamó la atención una tribuna libre titulada «Sobre la situación militar», firmada por un capitán de artillería llamado Anselmo Santos López. Me sentí muy emocionado e incluso estimulado al comprobar que aquel artículo expresaba ideas muy próximas a las mías. « ¡Un joven capitán!», me dije a mí mismo desde mi atalaya de ya veterano teniente coronel. Debía de ser un capitán de las nuevas generaciones, supuse, agradablemente sorprendido; un capitán capaz de citar a Toynbee y a Chéjov en un mismo artículo y de exponer unas ideas de claro talante democrático justo cuando un temporal atravesaba la institución militar, pues justo un mes antes se había desarticulado otro golpe de Estado promovido por jefes de artillería que me habían sido muy cercanos y apreciados.

 

Decidí escribir una carta a su autor, a través del diario, carta que seguramente le hizo sonreír, puesto que en vez de un joven capitán que se abría camino en la profesión el susodicho autor era un polifacético intelectual, un experto empresario, activo y bien informado sobre política nacional y el ejército, que dominaba a fondo el asunto sobre el que escribía.

 

De regreso a España establecimos una simbiosis que a ambos –desde luego, a mí– nos fue beneficiosa. Él, desde el observatorio político y sociológico que le proporcionaba la actividad empresarial y sus vastas relaciones personales; y yo, desde mis sucesivos destinos dentro de la carrera militar. Esa relación me permitió conocer la minuciosidad y exhaustividad de la investigación sobre la que Anselmo Santos ha construido su Stalin el Grande. Compartimos experiencias variadas, como un crucero fluvial por el Volga, navegando aguas arriba desde el mar Caspio hasta Moscú, mientras Anselmo, en su camarote, daba los «últimos» retoques a la obra (estuvo haciendo «últimos retoques» varios años…), rodeado de libros, notas y recortes de prensa. Y también viajamos hasta el corazón de Siberia en el transiberiano; recorrimos San Petersburgo, Sebastopol, Kiev, Balaclava, Yalta, Volgogrado y otros lugares señalados de la historia de Rusia y de la Unión Soviética, y en cada museo histórico, artístico o militar que visitábamos –y que tan frecuentes son en las ciudades de Rusia– él siempre encontraba nuevos datos, ideas o sugerencias para completar su trabajo.

 

El libro que el lector tiene ahora en sus manos está sólidamente construido sobre fuentes irreprochables. El título de la obra, que puede sorprender a alguno, se basa en una afirmación de Churchill, quien compartió con Stalin momentos decisivos para la humanidad y del que, por el contrario, no puede decirse que compartiera la ideología o la praxis política del georgiano. Ese mismo Churchill que puso en circulación la expresión «telón de acero», la frontera que dividió el mundo en dos partes, fue quien afirmó que Stalin figuraría entre los grandes hombres de la Historia de Rusia y que, por ello, se había ganado el sobrenombre de «el Grande», como lo fueron Pedro I o Catalina II.

 

Para los interesados en el aspecto militar de los grandes conflictos bélicos, como el que se abatió sobre Europa entre 1939 y 1945, bueno es recordar que el jefe del Estado Mayor Imperial británico, sir Alain Brooke, calificó a Stalin como «un cerebro militar de primer orden». Por otro lado, si nos centramos en el terreno de la política pura, un pragmático como Kissinger, poco sospechoso de rusofilia, afirmó que habían existido tres hombres que cambiaron definitivamente el curso de la Historia en la época que les tocó vivir: Richelieu, Bismarck y Stalin.

 

Sobre el sujeto de este libro es también digna de ser citada la opinión de un periodista estadounidense. Cree que, si el ejército soviético hubiera sido derrotado por Alemania, como lo fueron las tropas francesas e inglesas al comenzar la Segunda Guerra Mundial, Hitler hubiera poseído la bomba atómica antes que EE UU. Y de ello extrajo la siguiente conclusión, no exenta de humor: «Stalin murió sin enemigos (los había matado a todos), pero los que quedamos vivos tenemos que estarle agradecidos».

 

El autor avisa a quienes puedan echar en falta un apéndice bibliográfico que respalde sus investigaciones, al que califica de “una veintena de páginas superfluas” que no afectan al contenido de la obra y recuerda que basta con entrar en Internet para aclarar dudas. Excelente idea, que evita aumentar el volumen de tan omnicomprensiva obra y la hace ágil y entretenida para cualquier lector, sea especialista o profano. Afirma también que no pretende “enmendar las biografías existentes que contienen errores de bulto”.

Esto también permite a Santos desarrollar con fidelidad no exenta de ironía uno de los últimos capítulos del libro, “Fábulas sobre Stalin”, donde desmonta algunos mitos sobre el georgiano que no se corresponden con la realidad. Así, en la vieja tradición de la innegable afición rusa por el alcohol (que incluso hoy preocupa seriamente a los dirigentes del Kremlin), se ha escrito que Stalin era un bebedor empedernido, lo que el autor niega rotundamente. Dos anécdotas muestran que la enorme resistencia del Vozhd, capaz de brindar con un trago sucesivamente con todos los asistentes a la nutrida delegación alemana que asistió en agosto de 1939 a la firma del pacto germano-soviético en Moscú, se debía a un truco que no desvelaré en este prólogo para que el lector se regocije cuando lo descubra.

Y donde menos se necesita una bibliografía de apoyo es en el excelente colofón de la obra: el epílogo donde se transcribe una imaginaria conversación entre Stalin y Gorbachov, que ninguna fuente podría garantizar, porque es la condensación histórico-literaria de lo mucho que el autor sabe sobre ambos dirigentes, englobada en su profundo conocimiento del alma rusa y de la historia de este apasionante pueblo. Es en esa conversación es donde mejor se aprecia el eje fundamental de toda la obra, que el autor desvela en la dedicatoria inicial: “A cuantos sienten fascinación por el poder”.

Cabe destacar algo más. Cuando la guerra ya concluía, Stalin comentó a Mólotov: «Yo sé que después de mi muerte se echarán montones de basura sobre mi tumba, pero el viento de la Historia los barrerá inexorablemente». Este libro de Anselmo Santos, sin suavizar en nada los execrables horrores que Stalin propició y ejecutó, contribuirá sin duda alguna a barrer esa basura y a ponerlo en el lugar que le corresponde como una de las grandes figuras históricas de la humanidad. Entender la Historia para aprender de ella obliga a abordarla sin prejuicios, lo que en España siempre ha sido algo problemático. Stalin el Grande es, sin embargo, una obra indispensable a este respecto. Como también escribió Gabriel Cardona: «Necesitamos de la Historia, porque solo el conocimiento de la verdad permite destruir los odios y superar las desgracias del pasado».

 

Alberto Piris Laespada

General de Artillería (reserva)

Tres Cantos, Madrid, febrero de 2020