El año de Stalin

El pasado 18 de diciembre, en un pueblo georgiano se inauguró un monumento a Stalin con motivo del 133º aniversario de su nacimiento. El hecho es digno de mención, ya que un viajero puede hoy recorrer Rusia y las antiguas repúblicas soviéticas sin encontrar ninguna estatua del dictador. (Lo contrario ocurre con los innumerables monumentos a Lenin: es el modo de honrar al destructor del zarismo y fundador de la república soviética, hoy Rusia). De Stalin solo quedan representaciones en los museos relacionados con la “Gran Guerra Patria”, esto es, la encarnizada lucha de la Unión Soviética contra la Alemania nazi, que entre 1941 y 1945 él dirigió personalmente.

En marzo de 2013 se cumplirá el 60º aniversario de la muerte de Iósif Vissariónovich Stalin, uno de los personajes que más han influido en la historia de la humanidad en el siglo XX, y cuya figura ha sido deformada tras los años del enfrentamiento ideológico de la Guerra Fría. En España, el desconocimiento histórico sobre Stalin se vio multiplicado durante el franquismo, cuya propaganda, tosca pero incesante, solo prestó atención a los aspectos más negativos y brutales del dictador soviético e ignoró otras facetas de extraordinario interés histórico.

En aquella España, cuya política general estaba impregnada de un visceral anticomunismo, parecía abominable que el general sir Alain Brooke, jefe del Estado Mayor Imperial británico, considerara a Stalin “un cerebro militar de primer orden”, mientras en nuestras academias militares se alababa la perspicacia táctica y estratégica de “la espada más limpia de Europa” que nos gobernaba, elogio atribuido a Petain, personaje de dudosas credenciales militares. La proverbial cerrazón de los censores de la dictadura tampoco entendía que Winston Churchill escribiera en sus memorias: “Stalin figurará entre los grandes hombres de la historia de Rusia y se ha ganado el sobrenombre de Stalin el Grande”.

Este es precisamente el título del más reciente libro publicado en España sobre Stalin por un autor español, Anselmo Santos, profundo conocedor de la materia a la que ha dedicado años de investigación. Su “Stalin el Grande” (EDHASA, Barcelona 2012) es un ensayo histórico cuya lectura cautiva a medida que se van pasando sus páginas, como si fuera un ágil documental sobre la polifacética figura del ignorado (para la gran mayoría de españoles) político georgiano, donde los hechos, las opiniones y las anécdotas se mezclan en un equilibrado y apasionante cóctel literario, que poco a poco va revelando la silueta de un personaje magistral, contradictorio y sorprendente. Para encuadrarlo viene muy a cuento este atinado comentario: “Entre la Revolución de Octubre (1917) y la extinción de la Unión Soviética (1991), se sucedieron al frente del país dos genios (Lenin y Stalin), un patán impulsivo y temerario (Jruschov), un ignorante pancista y vanidoso (Brézhnev), dos moribundos (Andrópov y Chernenko) y un insensato (Gorbachov)”. Difícil condensar más historia en menos palabras.

Desde las primeras líneas Santos penetra con destreza en el interior del biografiado: “… el gran asesino se tenía por un hombre virtuoso y justiciero que castigaba con rigor a los malvados”. Todo lo que se oponía a su “inquebrantable designio de transformar el país de arriba abajo” era el mal a erradicar; con este criterio se juzgaba a los individuos: “Stalin pasó la vida identificando y exterminando ‘enemigos del pueblo’”. A una distinguida dama británica que le preguntó cuánto tiempo pensaba seguir matando gente, contestó apaciblemente: “Mientras sea necesario, señora”.

Pero la defensa a ultranza de la patria soviética, sublimada en los dos primeros años de la invasión nazi, es algo que la humanidad deberá agradecerle. De haber sido la URSS arrollada en unas semanas, como era previsible y como lo fueron Francia y las fuerzas británicas en el continente, es casi seguro que Alemania hubiera poseído antes que EE.UU. la bomba atómica, y la suerte del mundo hubiera sido muy distinta. Fue Stalin quien más contribuyó a que esto no fuera así.

Tanto Hitler y sus generales, como otros estrategas, apenas le concedían unos pocos meses de resistencia frente a la aplastante máquina de guerra alemana. El primer fracaso alemán ante Moscú a finales de 1941 y luego ante Stalingrado en 1942 no se debió solo a la acción de los ejércitos, sino a la ingente tarea de los años anteriores en todos los órdenes de la vida, para unir e impulsar a un país atrasado y heterogéneo, imbuir en el pueblo un enorme espíritu de lucha y superación y, en suma, moverlo en la dirección deseada por él, lo que es el atributo supremo de quien el autor califica de maestro “en el arte del poder”. Maestría que, según Santos, alcanzó gracias a las virtudes que le adornaban: “paciencia infinita, talento, astucia, prudencia, cinismo, crueldad”.

Stalin comentó a Mólotov cuando concluía la guerra: “Yo sé que después de mi muerte se echarán montones de basura sobre mi tumba, pero el viento de la historia los barrerá inexorablemente”. El libro de Anselmo Santos, sin suavizar en nada los execrables horrores que Stalin propició y ejecutó, contribuirá sin duda alguna a barrer esa basura y a ponerle en el lugar que le corresponde como una de las grandes figuras históricas de la humanidad. Entender la historia para aprender de ella obliga a abordarla sin prejuicios. “Stalin el Grande” es una obra indispensable a este respecto.