Obama y el mito de la seguridad

El feudalismo europeo nació porque los pequeños propietarios de tierras y ganado no podían defenderse por sí solos de las incursiones de los pueblos agresores (normandos, vikingos, etc.) y necesitaban a alguien que les protegiese con las armas. Para ello acudían a los grandes señores, ya que entonces ni siquiera los reyes disponían de fuerzas suficientes para proteger a todos sus súbditos. El “vasallo”, que así era llamado, no obedecía directamente al rey sino que lo hacia a través de su señor feudal, con quien quedaba “enfeudado”. A cambio de una cierta seguridad (como la de ser acogido tras los muros del castillo cuando una hueste enemiga arrasaba sus campos), el siervo quedaba sometido a una dura condición pues, como escribía un jurisconsulto de la época, “su señor puede tomar todo lo que tiene y ponerlo en prisión, con razón o sin ella. No tiene que responder de su conducta sino ante Dios”.

El régimen feudal exigía de las clases inferiores tan duros sacrificios y les relegaba a tan vil condición que su abolición fue el objetivo principal de las primeras grandes revoluciones. Lo que los siervos y villanos de aquella época no acababan de entender era que la seguridad proporcionada por su señor no era, ni podía ser jamás, absoluta; peor aún, era un pretexto más para someterlos y explotar su trabajo y sus recursos en beneficio propio. En siglos posteriores, el monopolio de la artillería puso en manos de los reyes una fuerza militar imbatible, el poder feudal fue sometido y se concentró en las manos del monarca absoluto (“el Estado soy yo”); pero tampoco ese nuevo poder era capaz de garantizar la seguridad total de los ciudadanos.

Incluso antes de aparecer el feudalismo, era el mito de la seguridad el que permitía a las faraones erigirse en dioses humanos que con su simple presencia y sus elaborados rituales aseguraban al pueblo que el Nilo seguiría regando periódicamente las feraces tierras que sus súbditos cultivaban, para beneficio de él y sus cortesanos. Asirios, caldeos y otros pueblos de la antigüedad, ante las incertidumbres de una vida cotidiana a menudo incierta y amenazada por el hambre, las enfermedades, guerras y catástrofes, y donde la simple subsistencia nunca estaba asegurada de un día para otro, también inventaron dioses, cultos y castas sacerdotales que les hacían sentirse seguros ante una naturaleza que les superaba y que no sabían cómo gestionar y, sobre todo, ante la angustia de la muerte inevitable.

El mito de la seguridad ha subsistido al paso de los siglos y es lo que ha llevado a Obama a afirmar recientemente que le es imposible garantizar a la vez a sus compatriotas “el 100% de seguridad y el 100% de privacidad”. Digamos que con esta última palabra ha pretendido aludir al derecho de cualquier persona a gozar de un área de intimidad inviolable y a no ser espiado, así como los demás derechos elementales del ciudadano, entre los que figura el poder recurrir ante un sistema judicial democráticamente garantizado, que evite el encarcelamiento arbitrario de las personas como ahora ocurre en Guantánamo.

Obama está haciendo frente a una marea de opinión adversa suscitada por la difusión de los variados y complejos sistemas estatales dedicados en EE.UU. a escudriñar las actividades privadas de los ciudadanos (correos, teléfonos, fotografías, desplazamientos, etc.), así como las cada vez más refinadas tecnologías que permiten controlar, registrar y analizar sistemáticamente la vida de cualquier persona, aunque no sea sospechosa de nada.

Han naufragado lamentablemente aquellas promesas electorales anunciadas por Obama, para introducir cambios radicales en la política seguida por su antecesor en la Casa Blanca, que tanto ha restringido las libertades personales del pueblo estadounidense. Lo más reprobable de su declaración es la insinuación de que podría aspirarse a un alto grado de seguridad siempre que, a cambio, se sacrificasen los más elementales derechos del ciudadano. Obama debería recordar que es imposible que ningún Gobierno sea capaz de garantizar la seguridad de sus ciudadanos, y debería explicarlo así a su pueblo. Y que la pérdida de libertades y derechos humanos que forzosamente se les impone, engañándoles con el mito de la seguridad, les conducirá en último término a perder a la vez seguridad y libertad.

Un pueblo obsesionado por alcanzar la seguridad absoluta es un pueblo condenado a la esclavitud mental, a la sumisión irracional; es un pueblo que concede a sus gobernantes libertad, también absoluta, para someterlo. Nunca más debería ser necesario repetir la conocida sentencia: “Más vale morir de pie que vivir de rodillas”.

Publicado en CEIPAZ, el 12 de junio de 2013