Las últimas horas del II Reich

 

Publicado en Republica.com

Aunque el armisticio que ahora hace un siglo puso fin a la 1ª Guerra Mundial entró en efecto “a las once horas del undécimo día del undécimo mes” (cuyo aniversario se celebrará solemnemente en varias capitales mundiales el domingo próximo), los hechos que lo aceleraron de modo irreversible tuvieron lugar justo dos días antes.

En la mañana del 9 de noviembre de 1918, los delegados alemanes que habían de firmarlo llegaban en tren al bosque de Compiegne, donde se reunirían con los negociadores aliados, encabezados por el general Foch, su jefe supremo militar.

Casi a la misma hora, el káiser, en el Cuartel General de Spa, sumido entre dudas y vacilaciones, ironizaba ante uno de sus almirantes: “Mi querido almirante, la Marina me ha dejado bonitamente en la estacada”. La Marina Imperial había sido el juguete favorito de Guillermo II, con la que había imaginado derrotar el apabullante dominio británico de los mares.

Si la Marina ya no le era fiel, ¿podría contar todavía con el apoyo del Ejército? Llegó a creer posible recuperar Alemania dirigiéndolo no contra el enemigo sino contra los revolucionarios de Kiel, Munich y Berlín, restaurando el orden y ahogando la revolución.

El general Groener, quien, como vimos en el comentario de la pasada semana, pocos días antes había sugerido el sacrificio personal del káiser, le disuadió asegurándole que ningún ejército le seguiría, ningún soldado haría fuego contra los revolucionarios. Guillermo II vivía sus últimas horas como emperador en un mundo irreal. Incluso imaginó regresar a Berlín, a la cabeza del Ejército. Groener fue tajante: “El ejercito volverá a su patria en tranquilidad y orden, mandado por sus generales y jefes, pero nunca tras al emperador. Ya no le apoya”.

Esa misma mañana llegaron a Spa nuevos mensajes. La guarnición de Berlín desertaba en masa; el Canciller, príncipe Maximilian, anunciaba la abdicación del káiser y el nombramiento de un Consejo de Regencia. Poco después, él mismo también dimitía como Canciller y dejaba el poder en manos del dirigente socialista Ebert. Otra rama del socialismo, dirigida por Liebknecht, declaraba establecida la República Soviética Alemana, a la vez que Scheideman proclamaba una República Socialista. En la tarde del mismo día 9, tras una jornada de desengaños e inútiles especulaciones, el káiser decidió exiliarse.

En Compiegne, la delegación alemana pretendía obtener un alto el fuego inmediato, que permitiera aplastar la revolución en Alemania, aduciendo el peligro bolchevique que se cernía sobre Europa. Foch fue inamovible: “No cesarán las hostilidades hasta la firma del armisticio”.

El ejército alemán estaba diezmado y nada podía hacer para influir en el final de la guerra. La última ofensiva aliada, iniciada a principios de agosto, había hecho perder a Alemania la cuarta parte de sus soldados y la mitad de sus cañones. Contra lo que luego adujo la propaganda nazi, no fueron la revolución en la retaguardia ni las intrigas políticas las que trajeron la derrota, sino la clara superioridad de las armas aliadas.

El 10 de noviembre el káiser huyó de Bélgica a Holanda, país que había permanecido neutral, y no volvió a pisar en su vida suelo alemán. Así acabaron cinco siglos de reinado de la dinastía Hohenzollern en las tierras prusianas.

Por fin, a las 5.10 horas de la mañana del día 11 se firmó el armisticio que impuso el alto el fuego con duras condiciones para el bando derrotado. No fue el único armisticio de esta guerra sino el último, tras los que habían silenciado las armas de Rusia (diciembre 1917), y los firmados por Turquía (30 octubre 1918) y Austria (3 noviembre).

Mientras el general norteamericano Pershing consideraba un error no haber proseguido la ofensiva hasta aniquilar el poder militar enemigo (“temo que Alemania no advierta que le hemos dado una paliza”), el general alemán Von Einem proclamaba a sus tropas: “Ha cesado el fuego. No hemos sido vencidos y estáis terminando la campaña sobre territorio enemigo”.

Las condiciones del Armisticio fueron duramente agravadas en el Tratado de Versalles, firmado en junio de 1919, que encerraba en su articulado las semillas de la 2ª Guerra Mundial y del nacimiento y auge de la Alemania nazi. Pero de momento, la humanidad, desangrada y harta de guerras, creyó que el conflicto ahora concluido habría de ser “la última guerra de la Historia”, y prefirió cerrar los ojos para vivir los “locos años veinte”.