La crisis “guerracivilista” boliviana

En el momento en que escribo este artículo, el presidente Evo Morales se encuentra refugiado en México, denunciando haber sido forzado ilegítimamente a abandonar su país, al tiempo que promete “regresar pronto con más fuerza y energía”. La Asamblea Nacional boliviana, aplicando las normas de sucesión en una sesión convocada sin quórum y tras una cascada de renuncias de otros cargos predeterminados legalmente, ha designado a la senadora de las filas de la oposición, Jeanine Áñez, vicepresidenta de esta Cámara, para ocupar la presidencia de la República con carácter interino. Se ha prometido la pacificación del país y la convocatoria de unas nuevas elecciones en el plazo de tres meses. Las posibilidades de que se cumplan estas previsiones son escasas dada la dinámica guerracivilista que ha emprendido el país.

Se discute en las cancillerías si la marcha forzada del presidente electo Morales constituye técnicamente un golpe de Estado, si la “recomendación” del comandante general del Ejército, Williams Kaliman, tras el amotinamiento de las fuerzas de policía y la insurrección de los llamados “comités cívicos” de la oposición de la derecha reaccionaria, seguida de la reacción extrema de los militantes del Movimiento al Socialismo (MAS) con presencia de las temibles milicias aimaras de los llamados ponchos rojos, de que renunciara al ejercicio de su cargo tiene la potencia/entidad suficiente para suponer una intervención militar inconstitucional. En todo caso, parece indiscutible que el caos en el que entró el país por las crecientes protestas contra el presunto fraude electoral, obligaron al presidente en ejercicio a abandonar el Palacio de Gobierno a fin de proteger su vida, tras las amenazas recibidas y los atentados que se estaban produciendo contra las viviendas de otros gobernantes.

Morales, privado de hecho de autoridad sobre las fuerzas militares y policiales, tras un traslado azaroso, literalmente se escondió en la región cocalera del Chapare, protegido por sus más fieles partidarios: sus antiguos compañeros sindicalistas. México, con larga tradición de asilo, activó el rescate del mandatario, enviando un avión de Estado, tras las consultas con Argentina (Alberto Fernández) y Perú (Martín Vizcarra). La operación fue monitorizada, con la instrucción expresa del presidente López Obrador, por el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard. México ha basado la concesión de asilo en la manifiesta ruptura del orden constitucional en Bolivia y la destitución ilegítima de un representante democráticamente elegido, en línea con los principios del Derecho Internacional y la carta de las Naciones Unidas.

La causa formal del inicio de los disturbios sociales es la denuncia de la oposición de un presunto fraude en las elecciones presidenciales del pasado 20 de octubre. El Tribunal Electoral, cuyos miembros han visto cuestionada su neutralidad, proclamó la victoria y reelección del candidato, y presidente en ejercicio, Evo Morales. Se denunciaba que los comicios se habían celebrado sin garantías, controlados por el Gobierno, señalando como mayor evidencia el parón del escrutinio durante horas en la noche electoral. El porcentaje de voto se habría alterado en favor de Morales para superar el cincuenta por ciento y evitar así una segunda vuelta. Sin embargo, no se cuestionaba que Morales fuera el ganador, aunque sí que se había presentado, después de perder el referéndum de 2016 que buscaba eliminar la limitación de mandatos, conculcando la Constitución al haber completado catorce años en el poder.

El informe de la Organización de Estados Americanos (OEA), que auditó las elecciones con autorización estatal, ampara la existencia de irregularidades relevantes y la ausencia de las garantías suficientes en los comicios. y podría validar la convocatoria de una eventual segunda vuelta como reclamaba al comienzo de la crisis el candidato de la oposición. El propio Morales, antes de escalarse definitivamente el conflicto, ofreció como salida la vuelta a las urnas. Ante la reacción favorable de Washington al desalojo manu militari de Morales, la OEA, condicionada por los equilibrios geopolíticos, guardó silencio. Posteriormente, México provocó que tuviera que pronunciarse, emitiendo un comunicado genérico en el que se oponía a “cualquier fórmula inconstitucional de salida” de la situación de conflicto.

La crisis de Bolivia actualiza los graves problemas de fondo del país. Las grandes divisiones –cleavages– que atraviesan la sociedad boliviana hacen improbable una vuelta a la normalidad constitucional, ni siquiera a medio plazo. El larvado conflicto racial blancos-indígenas, que está reforzado por el de clase social con insultantes diferencias de nivel de vida, el político entre la izquierda indigenista y la derecha reaccionaria, e incluso por el territorial Norte-Sur –el poder político de La Paz frente al económico de Santa Cruz–, como no podía ser de otra manera, se ha agudizado hasta extremos preocupantes, después del estallido de violencia en las calles.

El largo mandato de Evo Morales, primer presidente indígena en la historia de una república de amplia mayoría indígena, sin perjuicio de la orientación personalista y autoritarismo de partido en la que haya podido incurrir, ha supuesto un reparto más equitativo de la considerable riqueza de Bolivia, con claro reflejo en la mejora de los indicadores de integración social, dada la discriminación masiva secular ejercida por los partidos tradicionales. Su apuesta por el Estado plurinacional, elevando a consideración de símbolo nacional, junto a los tradicionales, a otros de los pueblos indígenas, como la whimpala, sigue siendo un proceso tan necesario como frágil de fuertes resistencias latentes. En este sentido, la crisis actual ha mostrado algunos síntomas suficientemente indicativos del riesgo de involución: los policías amotinados arrancándose la divisa indígena del uniforme y los grupos violentos de El Alto bajando, con ánimo de venganza, a cercar el centro de la ciudad al grito de “Ahora sí, guerra civil”.

El regreso a la legitimidad constitucional, con la reposición del presidente y la celebración de elecciones con garantías de observación internacional, aunque debería ser el punto de partida de cualquier salida negociada, se antoja muy difícil, tras los pasos sin retorno dados por los actores políticos y la incapacidad de todos para ejercer una autoridad centralizada. La crisis incide, además, en un momento complicado de la geopolítica latinoamericana, con el bloque “bolivariano” en franco retroceso desde el desplome de la Venezuela de Maduro, un modelo de integración social quebrado en Chile, la vuelta del populismo peronista en una Argentina en recesión nuevamente asistida por el FMI, la problemática implementación del acuerdo de paz en Colombia y el militarismo sin uniforme en Brasil.