Crisis, desigualdad y pobreza

Un informe de Intermón Oxfam del 13 de diciembre pasado, cuyo título he tomado prestado para este comentario, incluye una frase significativa que nadie debería pasar por alto: “A diferencia de Islandia, en España, ni se corrigen los abusos del sistema financiero, ni se exige responsabilidad a quienes decapitaron los ahorros y las proyecciones de vida de miles de familias. Así, España va por el peor camino”.

¿Puede un Gobierno reconocer sin pestañear tan seria responsabilidad? ¿Pueden aceptar esto los dirigentes de los partidos políticos que aspiran a gobernar? ¿Puede asumirlo sin una creciente irritación el pueblo que sufre en sus propias vidas tan culpable inhibición?

Pocos días después, un prestigioso juez neoyorquino publicaba en The New York Review un artículo que en español se titularía “La crisis financiera: ¿por qué no ha sido procesado ningún ejecutivo de alto nivel?”, que comenzaba así: “Han transcurrido cinco años desde el comienzo de lo que a veces se llama la Gran Recesión. Mientras la economía ha mejorado lentamente, hay todavía millones de estadounidenses que viven en una desesperación silenciosa: sin trabajo, sin recursos, sin esperanza”.

Proseguía: “¿Quién fue culpable? ¿Fue el mero resultado de una negligencia, de asumir riesgos desordenados, la llamada ‘burbuja’, o un fracaso imprudente pero inocente, por no guardar reservas para tiempos adversos? ¿O fue el resultado, al menos parcial, de prácticas fraudulentas, de hipotecas dudosas presentadas como riesgos fiables y empacadas en esotéricos instrumentos financieros, cuya inherente debilidad se ocultaba intencionadamente?”.

Lo anterior tiene un paralelismo claro con lo ocurrido en España. El citado informe de Intermón Oxfam también coincide con las conclusiones del juez neoyorquino, que afirma que si la crisis financiera que todavía afecta a tantas personas ha puesto de manifiesto la incapacidad del Gobierno de EE.UU. para llevar ante la justicia a los responsables de tan colosales fraudes, lo que tiene que ser objeto de preocupación es la debilidad del sistema judicial del país.

En España también el sistema judicial está en entredicho a causa de las muchas actuaciones que a los ciudadanos nos cuesta entender y relacionar con las palabras que el Rey pronunció en su mensaje navideño de 2011: “la Justicia es igual para todos”. Algún órgano del poder judicial habría de reflexionar sobre lo que denuncia Intermón Oxfam: “… salvar a bancos privados que han incurrido en prácticas abusivas e irresponsables con dinero público, a costa de generar una deuda con intereses astronómicos, es una práctica más que cuestionable” (cursivas mías). ¿Cómo pueden quedar impunes el abuso y la irresponsabilidad, cuando repercuten negativamente en la hacienda pública y en el bolsillo de los ciudadanos?

No solo la justicia parece plegarse en España al poder financiero; también la política, como cuando -recuerda el citado informe- sin referéndum ni consulta alguna se modificó expeditivamente un artículo de la Constitución (de la que tanto cuesta reformar otros artículos esenciales y urgentes para vivir en democracia), para “dar confianza a los mercados financieros internacionales, los mismos que están detrás de la crisis financiera internacional”. El Estado -es decir, los ciudadanos- se convirtió en avalista de la deuda contraída para salvar los desmanes de los bancos privados y las Cajas de Ahorros.

En estas circunstancias, no sorprenden los alarmantes datos que, en el último informe de Intermón Oxfam, preparado para la cumbre de Davos (“Gobernar para las élites”), muestran que en España aumentan los índices de desigualdad y la pobreza general: “el 20% de los contribuyentes más ricos acapara el 44% de todos los ingresos declarados […] y el 20% de los más pobres solo recibe el 6,6% del dinero que se mueve en el país”. El número de pobres ha aumentado en dos millones y, a la vez, los millonarios españoles han crecido un 13%.

Preocupa también saber que el 80% de nuestros compatriotas cree que la ley está hecha para favorecer a los poderosos, como refleja a menudo la realidad cotidiana. Unos 37 millones de españoles creen que las leyes son “un sistema viciado donde unos pocos se enriquecen a costa de todos” y opinan también que “la clase política española, esa amalgama de 80.000 representantes sufragada con dinero público, ha dejado su papel como protector de los más débiles para garantizar el enriquecimiento de aquellos que, cada vez, son más ricos”.

Es fácil deducir, pues, que el capitalismo que ahora nos gobierna ya no es el que certeramente criticó Marx, que, en comparación con el actual, era casi benéfico pues al menos producía bienes de consumo y daba trabajo a una clase social. El de ahora es especulador, financiero; no produce objetos, maneja “futuros”, “derivados” y otros productos, puras estafas financieras, como las “preferentes” españolas. En él trabaja una reducida élite que se premia a sí misma -con bonus, contratos blindados, jubilaciones doradas y otros autorregalos-, aunque haya hundido la entidad a la que sirvió. Este es el camino por el que avanzamos. ¿De verdad alguien cree que se puede seguir así durante mucho tiempo?