El mundo mítico israelí

Penetrar en los entresijos del interminable conflicto que enfrenta al pueblo palestino con el ocupante Estado de Israel es tarea ardua. Los presupuestos básicos de la lógica política, generalmente útiles para entender otros enfrentamientos hoy activos por el mundo, dejan de ser aplicables en las tierras de la vieja Palestina. Ni siquiera tomando contacto personal con quienes sobre el terreno intentan apuntar soluciones al problema se alcanza a valorar, con un mínimo de certeza, los datos del problema.

En The New York Review of Books (20 nov. 2014), un profesor de estudios humanísticos de la Universidad Hebrea de Jerusalén, David Shulman, apunta algunas de las razones de tan difícil entendimiento: “Es preciso tener en cuenta que los israelíes viven en un mundo considerablemente mítico, una versión algo modificada y muy simplificada de la Ilíada. En esta visión de la realidad, descarnadamente polarizada, en la que los israelíes son, por definición, víctimas inocentes de oscuras e irracionales fuerzas que actúan contra ellos, siempre tiene sentido la muerte heroica en combate, y la coerción violenta es la opción fruto de la necesidad y de la elección. Un aforismo hebreo dice: ‘Si la fuerza no funciona, hay que ejercer más fuerza’. Pero el pasado verano el proverbio ha fallado”.

Para destruir los túneles que traspasaban las fronteras gazatíes y para poner fin al lanzamiento de cohetes y morteros que desde Gaza volaban hacia Israel, murieron 67 soldados israelíes y seis civiles. Hamás persistió en sus ataques; la apabullante fuerza aplicada por Israel no frenó su actividad, que prosiguió pese a la enorme destrucción que sufrió Gaza y la muerte de unos 2200 palestinos, incluyendo cerca de medio millar de niños.

Siguiendo una básica lógica política -lo que no se percibe en este conflicto-, parecería llegado el momento en que el pueblo israelí y sus gobernantes se pararan a reflexionar si sigue mereciendo la pena continuar por el mismo camino: guerras encadenadas, muerte y destrucción acumuladas, y una situación que no mejora.

Tras el alto el fuego, Shulman apunta dos significativas consecuencias de la guerra. En primer lugar, dentro de la citada “tradición mítica”, Netanyahu anunció nuevas ocupaciones de territorios palestinos, las más extensas de los últimos 30 años. Indicio suficiente para sospechar, incluso, que el ataque a Gaza pudo haber sido una maniobra de distracción del verdadero objetivo: seguir extendiendo las fronteras de facto israelíes y troceando el ya muy fragmentado territorio palestino.

Otro resultado del asalto a Gaza fue la carta que varios oficiales y soldados de la principal unidad del servicio de inteligencia militar israelí enviaron a Netanyahu, dimitiendo de sus funciones. Al referirse al control israelí sobre los palestinos, recalcaban: “No hay diferencia entre los palestinos implicados en la violencia y los que no lo están. La información que recopilamos perjudica a personas inocentes. Se usa para persecuciones políticas y para dividir a la sociedad palestina, reclutando colaboradores y enfrentándola entre sí. El servicio de inteligencia impide que los acusados sean juzgados imparcialmente en los tribunales militares, pues no se les informa de las pruebas existentes contra ellos. Los servicios de inteligencia facilitan el control permanente de millones de personas, entremetiéndose en la mayor parte de sus actividades vitales”.

Reclutar colaboradores es algo habitual: si un palestino es homosexual, necesita especiales cuidados médicos, padece problemas económicos, desea un permiso para visitar a sus familiares o comete cualquier falta, por leve que sea, es objetivo fácil para ser chantajeado o sobornado. Pero todos los palestinos se ven sometidos habitualmente a humillaciones, registros e incluso abusos físicos por el simple capricho de cualquier soldado armado.

Este cruel tratamiento alcanzó el ápice de inhumanidad con la política de “llamar a la puerta” durante la guerra del pasado verano. Consistía en que, antes de aniquilar una vivienda, sus habitantes recibían un aviso de que iba a ser destruida: una llamada telefónica, un mensaje de texto o incluso un misil “preliminar”. Esto pretendía dejar a salvo la “moral” profesional del ejército. Pero no reducía la angustia del pueblo atacado ni el número de víctimas inocentes. ¿Qué hacer al recibir tal mensaje? ¿Dónde escapar en una ciudad bombardeada sin cesar? ¿Qué objetos llevar? ¿Qué abandonar? ¿Y qué hacer con niños, enfermos, impedidos o ancianos residentes en la vivienda condenada? Era una sentencia de muerte, ni siquiera diferida, pues a veces solo unos minutos separaban el aviso de la explosión estruendosa del misil.

Tan abominable situación es resultado de una ocupación ilegal, brutal y condenada por la ONU, que el pueblo israelí ha asumido tan fácilmente que ya no es consciente de ella. La guerra de Gaza se inserta en ese “mundo mítico” del que habla Shulman. Ni siquiera la posibilidad de haber reforzado con ella a los palestinos moderados (destruyendo a los extremistas de Hamás, por indigna que fuera la maniobra) fue uno de sus objetivos políticos. Fue una guerra, una agresión, sin objetivos inteligibles; una destrucción gratuita y un nuevo incentivo para posteriores violencias, guerras y multiplicación de actos terroristas.