¿Debe ser militar el Jefe de Estado en España?

Estos días se han publicado muchas noticias y opiniones, tanto en periódicos como en redes sociales, con ocasión del ingreso en la Academia General Militar (AGM) de la princesa Leonor, siguiendo la tradición de sus ancestros más próximos.

Buena ocasión para analizar si es conveniente que el jefe del Estado, a título de rey/reina o presidente de república, dedique tres años de su vida a la formación militar: un curso académico, o casi, en cada uno de los centros de formación para oficiales del Ejército, la Armada y el Ejército del Aire y del Espacio.

A primera vista, parecería cuando menos exótico que un presidente de república debiera recibir formación militar. ¿Debe recibirla también como ingeniero, médico o administrador de empresas? Para ostentar una mayor legitimidad, tan alta magistratura debe ser elegida democráticamente, directa o indirectamente, de entre las personalidades con prestigio de la sociedad civil, con independencia de su profesión. Pero la pregunta es: tratándose de un monarca, ¿por qué ha de recibir formación militar, con independencia de que lo haga más tarde en una escuela de ingeniería, una facultad de medicina o una de empresariales? El mensaje para este último caso es: primero militar y después ya veremos qué.

La explicación a la preferencia por la formación militar habrá que buscarla en el constitucionalismo decimonónico, en el que se otorgaba al rey el mando y disposición de los ejércitos, algo que decayó con la Constitución de 1931 y con la vigente de 1978, donde el jefe del Estado no dirige las fuerzas armadas ni tiene mando efectivo sobre ellas, que corresponde al presidente del Gobierno (arts. 97 y 64 de la CE), quedando la función de “jefe supremo de las Fuerzas Armadas” que otorga al rey el art. 62.h relegada a un mero carácter simbólico, representativo y honorífico, como bien explica aquí el coronel jurídico Santiago Casajús. Para que quede claro: la cadena de mando en los ejércitos empieza en el cabo, sigue por los suboficiales, oficiales y generales y termina en el presidente del Gobierno.

El abuelo de Leonor, de dudosa honorabilidad en estos días y con el que comienza la tradición de la formación militar, ingresó en la academia militar de Zaragoza en 1955 como resultado de las conversaciones entre Franco y Juan de Borbón, heredero de la dinastía borbónica. Fue en el llamado Pacto del Azor (agosto 1948) donde Juan de Borbón tuvo que plegar velas (con la mar picada en aguas del Golfo de Vizcaya y fuerte marejada en las relaciones entre Franco y él) y dejar la formación de su primogénito bajo la tutela del dictador a cambio de la promesa de la restauración de la monarquía. La famosa “legitimidad dinástica” que defienden los monárquicos está contaminada de raíz por la mediación de un golpista dictador que nombró sucesor a alguien que ni siquiera le correspondía.

No obstante, la actual jefatura del Estado cuenta con una legitimidad constitucional, hay que reconocerlo, aunque las inercias de la época, de raigrambre franquista, obligaron a los padres de la Constitución a meter en el “paquete” de la transición esa condición sine qua non para que España recuperara la democracia. Dada la situación política de la pos-dictadura y visto en perspectiva, poco más se podía hacer en aquellos momentos que ser pragmático. Que se lo digan a Carrillo. Pero han pasado ya 45 años y en la actualidad gran parte de los ciudadanos no votaron aquella histórica decisión. Una cuestión no menor, sino mayor, como diría Mpunto.

Esa dicotomía civil/militar arranca de las más viejas tradiciones medievales, en las que el rey lideraba las huestes y participaba en las batallas para conquistar nuevos territorios o defender el suyo

Pero vayamos a la pregunta del título. No parece muy apropiado que el Jefe del Estado, en los momentos más solemnes de su vida pública, otorgue visibilidad a su condición de militar vistiendo el uniforme. Por ejemplo, en la jura de la Constitución en las Cortes Generales a su toma de posesión. Si cuando el rey, representando a España, acude a la toma de posesión del presidente de un país amigo viste de traje oscuro, civil, ¿por qué no ha de hacerlo igualmente en todo acto institucional? El 12 de octubre es la fiesta nacional de España y el jefe del Estado, rey de todos los españoles, debe presidir todos los actos con indumentaria civil, incluido el clásico desfile militar por el Paseo de la Castellana. Salvo que ese acto lo presida en calidad de militar de mayor rango, capitán general, que no es el caso.

Todos sabemos del embrujo, el atractivo y ese encantamiento de “príncipe azul” que un uniforme provoca en las masas, y más si quien lo porta tiene buena percha. Siempre fue así, en la Casa Real lo saben y lo explotan convenientemente. Las revistas del corazón, los programas rosa de la tele y la mayor parte de la prensa contribuyen a ello difundiendo machaconamente cualquier ceremonia en la que brillen charreteras, medallas y estrellas, elementos básicos del aura que se le supone al líder de una nación. No es imaginable un jefe tribal sin sus vistosas plumas o un pavo real sin sus atractivos colores.

Pues bien, la monarquía quiere –y el gobierno refrenda– que, para complementar su formación tras las academias militares, el futuro rey o reina curse estudios universitarios, reglados o no, para acceder a una formación suficiente, acorde con las responsabilidades que le esperan. Es como decirle a los españoles: soy militar, sí, pero también voy a ser como vosotros, arquitecto, ingeniero, artesano, carpintero, albañil y armador. Una forma de hacer ver a sus súbditos, perdón, a los ciudadanos, que hay dos tipos de españoles, los civiles y los militares (tan del gusto de las extremas derechas, uniformadas o no), pero que su rey ostenta ambas virtudes. Esa dicotomía civil/militar arranca de las más viejas tradiciones medievales, en las que el rey lideraba las huestes y participaba en las batallas para conquistar nuevos territorios o defender el suyo. Agotado ya casi el primer cuarto del siglo XXI, seguimos manteniendo la misma institución en la cabeza del Estado.

Este privilegio (del latin privus –de uno mismo– y legalis –ley–) lleva a otros privilegios, manifiestamente inconstitucionales (art. 14 y concordantes), por los que la princesa “se incrusta” en una academia a la que tantos sudores y codos han dedicado los aspirantes, con una nota de corte bastante alta exigida para postular y donde, como premio a su esfuerzo, le otorgarán también el número uno de su promoción. Una academia en la que, en otro orden de cosas, los caballeros y damas cadetes reciben nada más entrar el llamado Decálogo del cadete, especie de guía espiritual que el militar ha de seguir toda su vida y que contiene perlas como “hacerse querer de sus inferiores (sic) y desear de sus superiores” o “tener amor a la Patria y fidelidad al Rey”. Ni una palabra sobre fidelidad al Gobierno, a las leyes o a la Constitución.

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Miguel López es militar retirado y miembro del Foro Milicia y Democracia (FMD).

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