Una mirada al lejano océano Pacífico

Publicado en republica.com

En el año 1946 se produjeron dos hechos de interés, relacionados entre sí como enseguida se verá, algunos de cuyos efectos subsisten hoy.

El primero tuvo lugar en el atolón de Bikini, que hoy forma parte de la República de las Islas Marshall, uno de los Estados insulares de la Micronesia. Un comodoro de la Marina estadounidense reunió a los habitantes del atolón y les conminó a abandonar temporalmente su país natal. Les explicó que el Gobierno de EE.UU. necesitaba probar sus incipientes armas nucleares “por el bien de la humanidad y para acabar con todas las guerras”. Los nativos micronesios hubieron de dejar sus tierras y sus viviendas y fueron evacuados a otros atolones o islas del archipiélago.

El segundo acontecimiento de ese mismo año fue el invento del bañador femenino de dos piezas, el biquini, obra de un ingeniero francés. Este nombre fue adoptado en todos los idiomas, debido a la coincidencia temporal de su explosiva irrupción en la moralidad entonces dominante y las explosiones nucleares que se iniciaron en el citado atolón.

EE.UU. estableció en el archipiélago los llamados “Territorios de prueba del Pacífico”, donde hasta 1958 se realizaron 67 ensayos con bombas atómicas y termonucleares. Tuvo especial resonancia -en todos los sentidos de esta palabra- la efectuada en febrero de 1954, conocida como Castle Bravo, la más potente jamás llevada a cabo: un artefacto termonuclear de 15 megatones convirtió a Bikini en un desierto inhabitable, destruyó otras dos islas y sus efectos radiactivos afectaron a gran parte del Pacífico.

Hasta aquí, recuerdos de la historia reciente. Del biquini en sí, solo cabe decir que está incorporado a la cultura moderna y no merece más atención. Pero, por otros motivos más trascendentes, el atolón de Bikini, sus antiguos pobladores y los demás ciudadanos de las Islas Marshall y otros Estados contiguos están volviendo estos días al primer plano de la actualidad como consecuencia combinada de su pasado nuclear, su incierto presente y su futuro como probables víctimas del cambio climático.

Como escribió Karl Mathiesen en The Guardian Weekly, Lirok Joash era una joven de 20 años cuando tuvo que salir forzosamente de su Bikini natal. Después cambió cinco veces de residencia a medida que el nivel de radiactividad en el archipiélago la iba desplazando de una a otra isla. Ahora, con 89 años, es la persona más anciana entre las expulsadas en 1946. Todos habitan en diversas islas del archipiélago.

Un nieto de Joash se lamenta de que durante casi 70 años los bikinios han sido tantas veces forzados a cambiar de residencia que ya han perdido las esperanzas de volver a su tierra nativa: “Ese sueño se ha desvanecido ya. Es tan triste… es como si fuéramos marineros navegando y estuviéramos todavía en medio del océano”.

Y es precisamente ahí, en el océano real, no en el tan metafóricamente aludido, donde ahora se alza ominoso el nuevo peligro capaz de aniquilar a un pueblo que tanto ha sufrido. La mayor parte de la población de Islas Marshall vive a muy poca distancia de la costa y a menos de tres metros de altura sobre el nivel del mar. Este riesgo lo comparten los marshaleses con sus vecinos kiribatianos, el Estado limítrofe cuyos habitantes necesitan recibir agua potable en vehículos cisterna que el Gobierno pone a su disposición, porque las repetidas inundaciones oceánicas han contaminado sus pozos.

En función de cómo se reduzcan las emisiones de carbono a la atmósfera en el mundo, el Panel intergubernamental sobre el cambio climático de Naciones Unidas prevé que para 2100 el nivel medio de los océanos subirá entre 26 y 82 cm. Pero lo que para el resto de la humanidad parece una cifra aceptable, para los habitantes de los archipiélagos micronesios puede significar el desastre final.

Ante tal perspectiva, el ministro marshalés de Asuntos Exteriores, un abanderado en la lucha contra el cambio climático, declaró: “No consideramos el abandono [del país] como una opción viable. Creemos que esto puede cambiar”. Por el contrario, el presidente de Kiribati opina que las repetidas conferencias internacionales sobre este asunto no han tenido éxito alguno; asegura que la continua “prevaricación de los países industrializados” para reducir sus emisiones de carbono le ha hecho perder la fe en la ONU. Cree que el precio a pagar para seguir sosteniendo la economía universal del carbón es la desposesión total de su pueblo.

Ante la conferencia a celebrar en París en diciembre próximo sobre el cambio climático, opina que si lo acordado en ella sirve para proteger a los pueblos más vulnerables, como el suyo, su país seguirá siendo habitable. Pero si no es así, se niega a que las vidas de sus ciudadanos queden a merced de los caprichos de los países contaminantes: “Hemos de planificar por adelantado: desear lo mejor pero prepararnos para lo peor”.

Son pocos (no más que los habitantes de Bilbao), muy vulnerables, sin recursos críticos para el resto del mundo, perdidos entre las aguas del Pacífico occidental, pero aún así, los habitantes de Micronesia tienen derecho a no convertirse en el sacrificio propiciatorio ofrecido por las contaminantes industrias de los países desarrollados ante el altar del capitalismo mundial.