Sueños europeos en Ucrania

Allá durante los años finales del franquismo y los complejos embrollos de lo que dio en llamarse la transición, muchos éramos los españoles que pensábamos que nuestra salvación como pueblo tenía que estar en Europa. No porque fueran fondos europeos generosamente repartidos los que nos ayudarían a mejorar infraestructuras y a ponernos al nivel de lo que veíamos al otro lado del Pirineo; sino porque Europa significaba democracia, eso que tanto ha escaseado en nuestra ajetreada historia, si es que alguna vez realmente la hemos conocido.

Y la democracia significaba instituciones fiables y menos corrompidas, órganos de gobierno elegidos libremente por los ciudadanos, tribunales imparciales ante los que todos los españoles serían iguales, ejércitos al servicio del Estado, que no pretenderían ser la “columna vertebral de la patria” sino el “brazo armado de la nación” a las órdenes del Gobierno. Nunca más presenciar un “consejo de guerra” con los sables sobre la mesa del tribunal, para juzgar a un borracho que en un bar había proferido insultos contra la jefatura del Estado. Significaría también una jerarquía eclesial limitada a sus funciones religiosas, que no pretendiera gobernar los cuerpos y las almas de los españoles. Significaba muchas otras cosas parecidas, muchos sueños nuevos que ayudarían a olvidar el pasado.

También soñaban los ucranianos cuando estaban gobernados por el depuesto presidente Yanukovich, y por eso muchos se alzaron violentamente contra él cuando decidió no firmar un tratado de asociación con la Unión Europea (UE). Estaban imbuidos de la difusa e indemostrada idea de que la integración europea era el mejor modo para prosperar y mejorar sus condiciones de vida.

Pero las cosas son ahora muy distintas a cuando España en 1985 logró hacerse oficialmente europea, porque entonces apenas había iniciado su monstruoso desarrollo lo que es hoy la enorme máquina burocrática asentada en Bruselas. El ansia europeísta de muchos ucranianos no es equivalente a lo que entonces sucedía en España, aquel intenso deseo de olvidar el falaz eslogan franquista del Spain is different y volver a la normalidad de nuestros vecinos continentales.

Ahora son los burócratas bruselenses los que han ido inculcado en el pueblo ucraniano la idea de que solo la UE les llevará la prosperidad a la que aspiran. Les deslumbran con brillantes expectativas, basadas en conceptos como “el acervo comunitario” o “los fondos estructurales”, garantía del éxito. Eso es, les explican, lo que tanto ha ayudado a otros Estados con los que comparten un pasado común (Polonia, Chequia o Eslovaquia) y que ponen como ejemplo a seguir.

Sin embargo, el problema estriba en que cuando España entró en Europa, e incluso cuando lo hicieron los citados países centroeuropeos, la UE no era todavía el reino de la austeridad en que se ha convertido hoy por exigencias de los poderes financieros internacionales. El eje del poder que regía Europa no se había desplazado casi totalmente, como hoy, desde la política hacia la economía, y desde los órganos internos de gobierno con los que se había dotado la UE hasta las difusas instancias internacionales desde donde la más pura especulación capitalista gobierna el desarrollo de los pueblos. Si como muestra basta un botón, infórmese el lector sobre los “fondos buitre” que estos días amenazan a la República Argentina y vuelven a poner en peligro a sus sufridos ciudadanos.

¿Cuáles son las sumas que la UE ofrece a Ucrania para ayudar al pueblo a mejorar las condiciones de vida? De momento, ninguna: un tratado de preferencias comerciales (que como es usual, favorecerá más a los sectores privilegiados de la sociedad) y un lucido ramillete de brillantes promesas de futuro. Los ucranianos van a verse sometidos a unos duros programas de austeridad, van a pagar más caro el gas, tendrán que reducir subsidios a la industria y elevar impuestos, mientras se recortan las prestaciones sociales.

Esta es la realidad que, inducida por la Unión Europea, parece jugar a favor de Moscú, que va a tener oportunidades para apoyar política y económicamente a cualquier opción populista que surja en Ucrania cuando el peso de la austeridad europea caiga sobre el pueblo, que acabará pagando más caro que los actuales socios su pertenencia al club de Bruselas.

Si Maquiavelo residiera en el Kremlin, probablemente aconsejaría a Putin que, si lo que desea es seguir controlando Ucrania a distancia, no le hacen falta tropas ni insurrectos rusófilos alzados en armas: le bastaría con esperar a que el país sea aplastado por las incontrolables fuerzas financieras que se abatirán sobre él.

Como se escuchó hace unos días en el Parlamento Europeo, en palabras pronunciadas en claro castellano: “En la periferia europea la situación es trágica: nuestros países se han convertido casi en protectorados, nuevas colonias, donde poderes que nadie ha elegido están destruyendo los derechos sociales y amenazando la cohesión social y política de nuestras sociedades”. ¡Oído al parche, ucranianos!