Septiembre de 1936: la República tiene perdida la guerra (V)

Publicado en Angelvinas.es

En los posts anteriores he planteado la cuestión de si la República no tendría ya perdida la guerra en septiembre de 1936. Muchos lo pensaban. ¿Por qué? Las respuestas pueden clasificarse en dos grandes categorías: la primera tiene que ver con los avances de los sublevados sobre el terreno; la segunda, con el impacto de las decisiones adoptadas en el ámbito exterior, deletéreo para los republicanos y altamente positivo para sus adversarios. Añádase a ello el peso relativo que se atribuye (o que pueda atribuirse) a ambos elementos y se comprenderá que el debate quedó servido desde que los historiadores (en los años de la dictadura fueron principalmente extranjeros) empezaron a estudiar lo ocurrido con evidencias documentales. Dicho debate continúa hoy. ¿Es posible racionalizarlo? Si los historiadores no lo conseguimos, los periodistas y aficionados (dicho esto con todo respeto) no lo lograrán. ¿Cuántos de entre ellos van en busca de papeles? El marco general se conoce pero detrás de él y por debajo de él moran los diablillos.

Quien esto escribe es muy consciente de que, por un lado, la característica fundamental de la historia es que nunca es definitiva y , por otro, que la que se escribe se hace siempre desde las percepciones del presente. No puede ser de otra manera. Sobre lo segundo poco cabe hacer. Todo historiador vive en su época. No en la pasada y tampoco en la futura. Pero sí puede hacerse, y mucho, en relación con la primera característica.

Hubo una época en que los historiadores de derechas escribieron que el golpe del 18 de julio surgió como la respuesta, desesperada, de grandes sectores del Ejército y de la sociedad ante la inminencia de una revuelta comunista. En este blog ya he pasado por una pequeñita trituradora lo que denominé sus justificaciones primarias. Tal interpretación ha disminuído, aunque no desaparecido, porque no cuadraba con los hechos. Ahora se buscan otras: por ejemplo, el supuesto caos, la terrible carnicería que se abatio sobre la sociedad española, incluso la proliferación de insultos al Ejército, columna vertebral de la PATRIA. Desde parámetros opuestos otros historiadores escribieron que los conspiradores que preparaban el golpe contaban con el previo apoyo de las potencias fascistas. Tesis negada enfáticamente por los primeros.

Esta controversia ha tomado un nuevo cariz. Ahora los malos no son los comunistas, que no pintan nada (salvo quizá para los que divisan un nuevo “Frente Popular” en la España actual de nuestros pecados) sino los socialistas “comunistizados”. No hay, por ejemplo, sino seguir la trayectoria de un eminente historiador de la literatura que ha escrito un éxito editorial, grueso, asequible y actualizado con las adecuadas adaptaciones. Desde las primeras páginas el énfasis se pone en un par de afirmaciones, descontextualizadas, de Largo Caballero. Defiende, además,  un concepto vago y difuso, pero con mucho appeal, quizá porque responde a las sensibilidades del momento: las supuestas tres Españas. Como concepto analítico no vale demasiado. Ni siquiera lo es, en mi opinión, el que le precedió y que tanto acentuaron los historiadores franquistas: dos Españas. Notemos que, con menos énfasis, también se encuentra en la historiografía comparada,  por ejemplo, en Francia (desde las consecuencias de 1789) o en Italia (desde la unificación y el retraso secular del Mezzogiorno). Y no quiero entrar en la formación histórica del Reino Unido, que ahora ha vuelto a renacer en Escocia.

Como este tipo de cuestiones son difícilmente solubles porque tienen que ver con los mitos dominantes en una época u otra, lo que sí cabe hacer, en términos puramente operativos, es enfocarlas de forma sistemática desde las raíces de los comportamientos económicos, políticos y sociales en la medida en que se manifestaron en actuaciones que dejaron huellas reconstruibles.

Por lo menos, con los documentos de época puede avanzarse en el conocimiento de ciertas parcelas del pasado. En el caso español el apoyo exterior a los contendientes es uno de ellos.  ¿Quién de entre los que querían descuartizarse entre sí,  lo tenía más y mejor asegurado, y cómo, o también en mayor o menor medida? Dicho de otra manera: ¿cuáles eran los recursos foráneos a que podían echar mano las variopintas izquierdas (anarcosindicalistas, socialistas, comunistas y otras)?, ¿cuáles las no menos variopintas derechas (CEDA, monárquicos, carlistas, falangistas y otras)?, ¿hasta qué punto estaban involucrados los elementos de fuerza (Ejército, Marina, Guardia Civil, Guardias de Asalto)?. No en último término, ¿cómo se percibía desde el exterior al Gobierno?, ¿cómo a sus  opositores?, ¿quienes eran susceptibles de conectar mejor con las tendencias ideológicas de la época?

Todo esto ha dejado huellas documentales. En archivos extranjeros y también en archivos españoles.  Y, claro, los historiadores se basan, entre otros, en papeles. ¿Cuáles son los aportados por los proclives a los vencedores hasta 1975, merced a las bondades de una censura de guerra y luego de Fraga? En el post anterior me he servido del ejemplo del origen de las Brigadas Internacionales. Toda una construcción pro-franquista desde la guerra misma hasta principios del presente siglo había dejado sin responder documentadamente a tal pregunta.

¿Cuáles son los documentos aportados por el mismo tipo de historiadores respecto a los suministros materiales que recibieron los “nacionales” (término que todavía algunos usan), según dicen tras el primer momento y como respuesta a los enviados a los defensores del Gobierno?

Hace años, todavía bajo la dictadura, pero casi a su final, algún que otro historiador de recias convicciones proclives a los vencedores, se satisfizo con los documentos diplomáticos franceses publicados, los alemanes también aparecidos aunque en versión francesa (una selección sobre los ya disponibles en inglés y alemán) y echó cuentas. La República se precipitó a solicitar la ayuda extranjera. ¡Qué falta de patriotismo!

Que el 19 de julio el nuevo presidente del Consejo José Giral apeló a su homónimo francés está fuera de toda duda. Se supo en el pasado. Se aireó en la prensa, sobre todo la extranjera. Los diplomáticos españoles pasados a los sublevados lo gritaron por todas las esquinas. Un eminente agregado militar, Antonio Barroso, posterior ministro del Ejército, destacó en sus gestiones para impedir los suministros.

Pero…. se pasó por alto que el Gobierno de Madrid estaba reconocido en el ámbito internacional y sostenía relaciones con casi todos los Estados existentes, que nada en el derecho internacional público de la época impedía a un Gobierno con tales características adquirir armas en el extranjero para su propia defensa. Se disminuyó la importancia -cuando salió a la superficie- de que los dos Gobiernos, el español y el francés, habían contraído compromisos en materia de tal orden de suministros mediante un intercambio de notas confidenciales anejas al acuerdo comercial de 1935 (concluido, por cierto, bajo una coalición gubernamental de derechas). Minucias, pero que no han evitado que la controversia prosiga (volveré al tema en el futuro al aludir a un libro reciente)

Por mi parte, en 1974 di a conocer el caso alemán basándome en fuentes primarias. Me opuse a una rancia tradición que alegaba que el funcionamiento del sistema de capitalismo monopolista de Estado imperante en la Alemania hitleriana había puesto sus codiciosos ojos en las materias primas españolas que servirían para empujar aún más y mejor el rearme nazi y que el Tercer Reich había prometido su apoyo a quienes iban a sublevarse. (Nadie ha encontrado hasta ahora la menor prueba de ello).

Al año siguiente, un investigador norteamericano, John C. Coverdale, publicó un libro sobre la intervención italiana en la guerra civil. Se pronunció taxativamente sobre la ineficacia de los compromisos plasmados en un acuerdo de 1934 entre los monárquicos alfonsinos, los carlistas y los máximos dirigentes del Estado fascista (se habían hecho públicos ya en 1937). En la derecha todos se pusieron muy contentos. Nadie revisó en profundidad la tesis de Coverdale, aceptada incluso por Renzo de Felice. En la izquierda el silencio o la aceptación fue lo normal.

Siempre quedó el comodín: los malvados bolcheviques (la expresión no es mía, es de un diplomático español del que aprendí mucho en temas de política de seguridad y que tenía un conocimiento enciclopédico de la internacional). En esto, los historiadores de derechas campaban por sus anchas porque tenían, desde 1936, consolidada una tradición, un montón de publicaciones, una doctrina. ¿No había escrito Bolín a mitad de los años sesenta que río arriba, por el Guadalquivir, en 1936 navegaban barcazas con armas rusas para preparar a las masas comunistas a la sublevación? ¿No había conseguido tan distinguido cantamañanas que el ministro de Asuntos Exteriores de la época, Fernando María Castiella, exdivisionario azul, Cruz de Hierro, le escribiera un encomiástico prólogo?

Y digo que campaban por sus anchas porque los archivos soviéticos estaban cerrados a cal y canto y porque apenas si circularon por España unos libros en castellano que publicaron las Ediciones del Progreso en Moscú con otra versión. El que no circularan fue algo que los historiadores defensores de la sacrosanta tradición franquista debieron de agradecer a los servicios de Aduanas y de seguridad de “su” Estado.

En aquellos momentos, con la historia de la guerra civil de Hugh Thomas prohibida, con la de Gabriel Jackson ignorada y con la carta blanca dada a un técnico de Información y Turismo el régimen se dispuso a capear el temporal que, a buen seguro, cocían fuera los “enemigos de España”.  Dicho técnico sabía mucho de teología, no tanto de historia, pero no en vano había dedicado un libro al generalísimo Franco en términos superbabosos. Incluso se apañaba en idiomas. Así, pues, le correspondió dar la respuesta mientras trepaba hacia las atalayas de la Editora Nacional. Donde, por lo demás, un viejo diplomático (que había servido lealmente a la República) y que por ello tenía que purgar tal pecado de juventud empezó con paso firme a poner al día, para beneficio de todos los españoles,  lo mucho que había aprendido sobre la política internacional en torno a la guerra civil y que, lo que son las cosas, coincidía con la versión dominante.

Es decir, de la dictadura se pasó a la Transición con conocimientos supuestamente a prueba de bomba sobre la carencia de compromisos exteriores previos por parte de los “nacionales” y con la imagen, grabada a fuego, de las aviesas garras de Moscú arrastrando a las hordas comunistas españolas. No en vano se llamó a lo que ocurrió despues “Guerra de Liberación”. Con mayúsculas.

(continuará)

ERRATA

En el post anterior se deslizó una errata en las referencias.

Las notas del pié pags. 69-70 corresponden a «El escudo…»; y los capítulos 5 y 6 son de «La soledad…».

Presento mis excusas a los amables lectores.