La legitimidad de la intervención humanitaria, acuñada en Naciones Unidas como responsabilidad de proteger (R2P), protagonizó buena parte del debate de la gobernanza mundial en el inicio de este siglo. La necesaria ponderación entre principios llevaba por equidad a dar preferencia a la prevención ante graves crímenes de lesa humanidad frente a la no injerencia en los asuntos de los Estados soberanos. En tales casos, y previa resolución del Consejo de Seguridad, debía imponerse la intervención internacional en defensa de la vida y la dignidad de las personas más indefensas y vulnerables, con independencia de su nacionalidad y cualquier otra condición personal o situación social.
Los sucesivos conflictos armados sistémicos que han inaugurado la tercera década del siglo XXI, primero en Ucrania y ahora en Gaza, muestran hasta qué punto se ha apoderado de las relaciones internacionales el pragmatismo más descarnado, arrumbando todo atisbo de cooperación liberal y de consenso constructivista. Las tesis de la doctrina realista, en la versión ofensiva teorizada por Mearsheimer en 2001, ha recibido una validación empírica: las potencias siempre buscan expandir su posición de poder en cualquier ventana de oportunidad. Cuando se recuerdan los planes reformistas de las instituciones internacionales de principios de siglo, es imposible no verse asaltado por la melancolía de lo que pudo ser y no ha sido.
La regulación internacional de la R2P venía precedida por el desarrollo de la noción de Seguridad Humana. Frente al enfoque tradicional de la seguridad de los Estados, con una visión exclusiva en la amenaza exterior, la defensa del territorio y la salvaguarda de los intereses nacionales, la noción de la seguridad humana cambiaba el enfoque para centrase en la seguridad de las personas y de las comunidades. En la noción de seguridad humana entraban en juego principios como la primacía de los derechos humanos, la legitimación democrática del poder político, la cooperación multilateral, la participación de las comunidades de base afectadas, y un enfoque de integración regional de los conflictos.
Se trataba de estabilizar la situación de los conflictos armados y de abordar las fuentes de inseguridad. Las instituciones internacionales debían conducir una acción coordinada para mantener la seguridad sobre el terreno, implementar políticas económicas y sociales de desarrollo, fortalecer las instituciones políticas y judiciales, la educación pública, la generación de ingresos fiscales, y el apoyo a la sociedad civil organizada como instrumento de control del poder político. La confianza en la fuerza de la disuasión de las capacidades entre grandes potencias hacía que no se contemplara la posibilidad de tolerar un conflicto de alcance estratégico, máxime si estaba involucrado armamento nuclear.
El fin del enfrentamiento bipolar en la última década del siglo XX había despertado grandes expectativas para transformar la estructura conformada en la guerra fría por unas nuevas relaciones internacionales que aseguraran la estabilidad y la asignación de los llamados dividendos de la paz al desarrollo sostenible. El orden internacional parecía entrar en un proceso de compensación en el que se replanteaban las bases del sistema westfaliano y la autonomía de los Estados soberanos. No obstante, pronto casos como el genocidio de Ruanda (1994) y los asesinatos sistemáticos de Bosnia-Srebrenica (1995) supusieron un aldabonazo en la conciencia internacional, cuyos peores presagios se vieron confirmados por guerras civiles mortíferas como la acaecida en Somalia. El intento por prevenir y evitar estas atrocidades está en el origen de dotar a la comunidad internacional de mecanismos adecuados de respuesta.
Por este camino se avanzó en el establecimiento de una jurisdicción universal de los crímenes contra la humanidad con la creación de la Corte Penal Internacional (1998). La memoria de los crímenes cometidos en los conflictos anteriores de los Balcanes hizo que se autorizara una intervención humanitaria en Kosovo (1999) con uso de la fuerza para proteger a los refugiados. Sin embargo, estas acciones militares recibieron también críticas al considerar que se habían desviado de su objetivo primordial de protección para conseguir otros objetivos geopolíticos.
Es con estos antecedentes cuando el entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan, en su discurso en la cumbre mundial de 2005, dice que:
“Ha llegado la hora de que los gobiernos deban rendir cuentas a sus ciudadanos, y ante los demás gobiernos, del respeto a la dignidad de la persona, que con demasiada frecuencia se limitan a proclamar. Debemos pasar la era de la formulación de leyes a la era del cumplimiento. Nuestros principios declarados y nuestros intereses comunes no nos exigen menos. Debemos asumir la responsabilidad de proteger y, cuando sea necesario, debemos actuar en consecuencia.”
El paso de la idea a la práctica se presentaba complejo. Las medidas coercitivas, especialmente el uso de la fuerza, la experiencia demostraba que resultaban difíciles de materializar en casos concretos, debido a la falta de voluntad política, a los intereses propios de los Estados y a la carencia de cohesión de la comunidad internacional. En todo caso, suponía un avance esperanzador la proclamación de unos principios universales, que hacían responsable principal al Estado en la protección a su población de violaciones masivas de los derechos humanos, sin que pudieran oponerse particularismos culturales, religiosos, nacionales o regionales para no ejercer la protección.
La comunidad internacional quedaba como responsable con carácter subsidiario ante el incumplimiento y adquiría el compromiso de ayudar a los Estados con formación y empleo de medios pacíficos para la prevención de los crímenes contra la humanidad. El uso de la fuerza seguía las disposiciones de la Carta de Naciones Unidas, sobre cuyo Consejo de Seguridad existía un amplio consenso sobre la necesidad de su reforma y adaptación al orden internacional del siglo XXI. El ámbito de aplicación de la R2P quedaba limitado a cuatro tipos delictivos: genocidio, crímenes de guerra, depuración étnica y crímenes de lesa humanidad.
La vida internacional, cada vez más polarizada en la geopolítica de los intereses estatales, desciende peldaños en la escala moral
Es evidente que los esfuerzos por establecer una jurisdicción universal de los crímenes contra la humanidad, basada en un consenso internacional imperativo, no han resultado efectivos, al no conseguirse la implicación de los principales actores. Estados Unidos, China, Rusia, India e Israel, entre otros, no firmaron el protocolo, y, además, dificultan activamente las actuaciones de los jueces de La Haya con acuerdos bilaterales en los que fuerzan la impunidad de sus funcionarios (y tropas desplegadas) del servicio exterior. En estas condiciones, pese a que nos hallamos con guerras actuales en las que se producen a gran escala hechos que se ajustan con literalidad a la tipificación de crímenes de guerra establecida en el derecho internacional, no se plantea ni la intervención humanitaria, ni la persecución efectiva de los dirigentes responsables.
Naciones Unidas, pasado el espejismo reformista, asiste impotente a la exhibición sin disimulo de músculo militar de las grandes potencias en sus áreas de influencia, a una renovada carrera armamentística de material sofisticado, e incluso a la banalización del empleo táctico de armas no convencionales. La comunidad internacional mira para otro lado cuando millones de personas son forzadas a abandonar sus países en Siria, Afganistán, Palestina, Ucrania y Sudán o, en una versión todavía más extrema, encerrados en un teatro de operaciones arrasado por las bombas sin posibilidad de escapatoria como vemos estos días en la franja de Gaza. La vida internacional, cada vez más polarizada en la geopolítica de los intereses estatales, desciende peldaños en la escala moral.
Fidel Gómez Rosa es Profesor de la Universidad Nebrija y Secretario del FMD