Ni impunidad, ni ley del talión

Publicado en elperiodico.com

El día 8 de abril del 2017, la banda terrorista ETA, después de haber decidido, hace cinco años, poner fin a sus asesinatos, atentados y extorsiones, ha entregado formalmente el armamento que había acumulado para cometer sus crímenes. Algunos expertos apuntan a que esta será la última escenificación antes del anuncio de la disolución definitiva.

La normativa internacional reconoce el derecho al empleo de la violencia contra las tiranías o dictaduras, pero llegó un momento, en nuestro país, en el que se produjo el cambio de un Gobierno dictatorial a un sistema democrático que abría la posibilidad de participar en las instituciones a través de fórmulas democráticas, radicalmente incompatibles con el uso de la violencia.

LA ELEVACIÓN DE PENAS

El rechazo de los demócratas a una banda criminal, como ETA, tiene una doble motivación, primero por el repudio a la violencia y segundo porque de manera deliberada puso en grave riesgo la democracia en este país y nos abocó a una posible vuelta al pasado con el golpe del 23 de febrero de 1981. La reacción del Estado de derecho frente a la sangría terrorista fue, en opinión de algunos, desproporcionada. Se elevaron las penas privativas de libertad hasta los 40 años, pena considerada por todos los especialistas como inhumana y degradante, y se disminuyeron las garantías del sistema constitucional penitenciario, específicamente para los terroristas. Se modificó una ley modélica, la ley general penitenciaria, para agravar el régimen penitenciario de las personas condenadas por delitos de terrorismo.

Condicionar o restringir los beneficios penitenciarios podía tener alguna justificación mientras ETA seguía asesinando y extorsionando. Exigir que muestren signos inequívocos de haber abandonado los fines y los medios terroristas carece, en estos momentos, de sentido y razón de ser, porque la realidad nos muestra que llevamos cinco años con el abandono de la actividad terrorista. Es decir, bien con una interpretación racional de la situación actual, o por medio de una modificación legislativa que, si se cumplen las previsiones de disolución, aprobaría la mayoría parlamentaria, podríamos aplicar los beneficios penitenciarios a los presos de ETA e ir dando salida a los que se vayan acercando a los tiempos de cumplimiento que les hagan acreedores a la mejora de su situación.

Si se produce la disolución de ETA, automáticamente, por pura lógica, todos quedan desvinculados de una organización terrorista que no existe. La ley se encuentra ante una realidad social completamente distinta de la que motivó la exacerbación de las penas y del régimen carcelario. Si los tiempos cambian, las políticas tienen que ser diferentes. Lo sucedido en Irlanda nos puede servir de referente.