Las recientes imágenes televisadas de las muchedumbres de indignados ciudadanos de Gaza acercándose el pasado viernes a la frontera con Israel, guarnecida por el ejército reforzado por un centenar de francotiradores autorizados a disparar sin contemplaciones, no pueden dejar impasible a quien observe tan escalofriante situación.
Y es que las armas israelíes no eran solo disuasorias: escupieron fuego y allí mismo murieron 15 palestinos, uno de ellos tiroteado por la espalda cuando huía, en una espectacular secuencia televisada en todo el mundo. Otros 750 palestinos sufrieron heridas de bala (dos fallecieron poco después) y todos contemplamos atónitos lo que el presidente israelí Netanyahu justificó como “la defensa de las fronteras nacionales” mientras que otro presidente de la misma región, el turco Erdogan, calificaba de terrorista a su colega y de “Estado terrorista” a Israel.
Pero la pregunta que debe plantearse no es saber por qué los palestinos mueren ametrallados mientras se mueven libremente por su propio territorio sin cruzar la frontera que les separa de Israel. Esto es una anomalía más de las muchas a las que nos tiene acostumbrados el ya de por sí “anómalo Estado” de Israel. Los controles de carreteras, los muros de separación, la expansión de los asentamientos ilegales y las expulsiones de la población local, la perpetua ocupación militar de Cisjordania, etc., son simples muestras de un Estado que vive en una situación tan anómala como anómalas fueron las circunstancias que lo hicieron nacer hace 70 años.
Lo que hay que preguntarse es qué es lo que mueve a tantas personas a arriesgar su vida de modo casi suicida; cuál es su grado de desesperación, cómo puede ser su vida cotidiana en la Gaza permanentemente bloqueada y asfixiada. Cómo pueden sobrevivir casi dos millones de personas, con una de las más altas densidades de población de todo el mundo, rodeadas por una alambrada en tierra y una zona costera de acceso vigilado. Un territorio donde escasea el agua potable, apenas existen recursos sanitarios, abunda el desempleo e Israel controla todo lo que en él entra y sale por tierra, mar o aire.
Por mucho que se intente atribuir a Hamás la organización de la protesta que produjo tal derramamiento de sangre, ante los ojos del mundo la acción del ejército israelí envuelve al Gobierno de Netanyahu en un manto de barbarie del que habrá de librarse para atenuar el negativo impacto de un Estado militarizado y racista al que la comunidad internacional se ve obligada a contener y moderar.
La resolución del conflicto palestino sigue pendiente. La diplomacia israelí parece satisfecha con la idea de mantener el statu quo indefinidamente. Esto pondría a Hamás en una situación ventajosa si fuese capaz de abandonar el terrorismo duro y explotar la situación de víctima que busca pacíficamente una solución a la ocupación territorial y a la expulsión del pueblo palestino de sus hogares ancestrales.
Netanyahu desea el apoyo de Trump, cuyo reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel fue visto por aquél como un acto amistoso. Pero la amistad de Trump puede ser un arma de doble filo, un peligro en ciernes. Cuanto más apoye EE.UU. las acciones impopulares del Gobierno israelí, más fácil le será a la opinión pública internacional poner a ambos Gobiernos al mismo nivel y menores serán las expectativas de que Israel pueda beneficiarse del decadente y deteriorado prestigio de la Casa Blanca. Y esto si Trump no sorprende al mundo con uno más de sus bruscos cambios de rumbo, fruto de su personal y atrabiliario modo de asumir la política exterior de EE.UU.
Mientras tanto, las invocaciones paralelas del Secretario General de la ONU y de la Unión Europea para investigar lo ocurrido en Gaza el pasado viernes serán meros brindis al sol; el pueblo palestino seguirá acumulando nuevos sentimientos de odio y venganza e Israel continuará basando su seguridad en la fuerza de las armas. ¡Nada nuevo bajo el sol!
Alberto Piris es General de Artillería en la reserva