Los terroristas anómalos

Casi del mismo modo como los grandes gurús de la economía, atosigados por una situación que a menudo les desborda, parecen actuar dando palos de ciego en distintas direcciones, para ver qué es lo que pasa, y creando luego las teorías ad hoc que les justifiquen, los no menos arrogantes expertos en terrorismo universal -en su mayoría radicados en EE.UU. pero seguidos y reverenciados en todo Occidente- se esfuerzan ahora por encajar en sus preconcebidos esquemas teóricos el caso de los dos checheno-americanos responsables del atentado de Boston.

La “guerra universal” contra el terror, que nació con un pie en el Pentágono y otro en la Casa Blanca, basaba su carta de naturaleza en la supuesta existencia de una oculta trama que extendía sus tentáculos sobre gran parte del planeta, y cuyos cerebros pensantes eran pocos y selectos: Ben Laden y sus más inmediatos colaboradores. En consecuencia, la franquicia Al Qaeda era el enemigo omnipresente y casi todopoderoso en su influencia sobre otros grupos ajenos, y nadie activaba una bomba en ningún lugar del mundo si no había recibido la necesaria inspiración de “la base” (tal es el significado de la palabra Al Qaeda). Este modelo justificaba las guerras y las invasiones que se desencadenaron contra los Estados donde se sospechaba -aunque no hubiera pruebas de ello- que existían fragmentos de la hidra terrorista que había que extirpar con las armas.

Así pues, la decepción se extiende por los círculos antiterroristas más propensos al belicismo, cuando la fiscalía federal de EE.UU. no logra encontrar las necesarias conexiones exteriores de los hermanos Tsarnaev, lo que les haría encajar sin dificultad en el organigrama oficial del terror. No cabe recurrir a la guerra para afrontar el terrorismo de los “lobos solitarios”. Y a falta de guerras, se evaporan los beneficios que de la obsesión antiterrorista vienen obteniendo las grandes corporaciones del armamento.

Un oficial retirado de la CIA ha declarado que cuando “no existen vínculos con una organización la probabilidad de descubrir a los terroristas es mucho menor”. Solemne perogrullada que se aduce para justificar la sorpresa causada por los anómalos terroristas de Boston. Ante la inexistencia de vínculos físicos (documentos, mensajes, órdenes o instrucciones), los esfuerzos parecen ahora centrarse en torno a los motivos por los que los hermanos Tsarnaev se radicalizaron hasta convertirse en asesinos de masas.

Un especialista en antiterrorismo vinculado a la Universidad de Harvard puntualizó que Tamerlan (el hermano mayor, líder de la operación) “no encaja en el perfil que los órganos de seguridad de EE.UU. podrían detectar. No parecía estar relacionado con el Emirato del Cáucaso ni con grupos chechenos; no recibió entrenamiento terrorista ni asistía con regularidad a la mezquita”. Quien esto afirma ha estudiado unas 30.000 acciones violentas en el Cáucaso; tan detenido análisis ha resultado inútil en cuanto un terrorista no se ha molestado en saber en qué perfil teórico debería encajar, para facilitar la acción del FBI.

Desconcertados los especialistas en terrorismo, llega el turno de los psicólogos conductistas. ¿Por qué Tamerlan dejó el boxeo y la música, y se empezó a preocupar por cuestiones religiosas? ¿Quién o quiénes le hicieron cambiar? Puesto que el perfil predeterminado falló, se trata de modificarlo y completarlo, añadiendo nuevos factores para que no se produzcan más fracasos.

Se aduce que Tamerlan Tsarnaev sufría una grave alienación, ya que, siendo checheno, nació en Kirguistán (Stalin deportó masivamente a los chechenos a esa república asiática durante la 2ª G.M.) y creció en EE.UU., donde se casó y cuya ciudadanía había solicitado. Sin embargo, muchas son las personas que viven en ciudades diversas y en culturas extrañas sin que por ello necesiten provocar una matanza. Sorprende también el hecho de que, a instancias de los servicios rusos de seguridad, el FBI investigó en 2011 las actividades de Tamerlan en internet y le interrogó, así como a sus familiares, sin encontrar “ninguna actividad terrorista, interior o exterior”.

Los psicólogos tienden a aceptar la teoría del joven soñador, ansioso de gloria, que se siente humillado y despreciado en la sociedad donde vive, que se esfuerza por definir su propia identidad, identidad en la que, por razones culturales y familiares, la religión es un factor determinante. Algunos, incluso sospechan que su odio hacia Rusia, el país invasor y ocupante de Chechenia, se transfirió a EE.UU., aunque las vías por los que se produjo tal transposición no son fáciles de descubrir.

Los terrorismos, en general, no se dejan encasillar fácilmente, como muestra el caso Tsarnaev. Mientras subsistan las innumerables causas que los suscitan en muchos países, los recursos de los Estados harían mejor en orientarse a reducir su peligrosidad que a pretender destruirlos por la violencia. Habrá que aprender a convivir con el terrorismo, como se convive con las muertes producidas en la carretera, que tan inherentes son al modo de vida que la sociedad ha elegido.