La tentación de los demócratas

Para el politólogo británico David Runciman, profesor de Teoría Política en la Universidad de Cambridge, escritor y periodista, la perenne tentación de los demócratas son las dictaduras. Así lo expone en su último libro The Confidence Trap (La trampa de la confianza), cuyo subtítulo revela mejor el contenido: «Una historia de la democracia en crisis, desde la Primera Guerra Mundial hasta hoy».

Según Runciman, las democracias son el mejor sistema político para recuperarse de las emergencias, pero muestran poca capacidad para evitarlas. Además, las democracias aprenden de los errores en los que repetidamente incurren, lo que les lleva a creer que pueden sobrevivir siempre; de ese modo aumentan su nivel de confianza y creen que pueden seguir entrometiéndose en todo, de modo que caen en la «trampa de la confianza». Confianza que puede llevarles a una crisis tan enmarañada de la que no logren salir. Esto no ha ocurrido aún, pero no puede descartarse y conviene estar alerta.

Runciman pone de manifiesto que las democracias están hoy sumidas en una compleja crisis, en la que se entremezclan la deuda pública, la guerra contra el terrorismo, el renacer de China y el cambio climático, como factores más inquietantes. Para superarla, habrán de evitar caer en esa trampa de la confianza.

Desarrollando la idea, el autor hace un repaso histórico de lo que considera un factor común de las democracias: su envidia de las dictaduras. No es que los demócratas desearan ser gobernados por regímenes dictatoriales, de los que naturalmente abominan, sino que envidian la capacidad de las dictaduras para actuar con rapidez y decisión ante las crisis, aunque rapidez y decisión no conducen siempre a la mejor respuesta y, en muchos casos, agravan aún más la situación.

Nadie cree que los espías rusos podrían actuar a espaldas de Putin, como la NSA lo ha hecho con Obama; algunos comparan negativamente las dudas e indecisiones de éste con la firmeza del gobernante ruso. Y las corporaciones que negocian en China tratan con unos dirigentes cuyas respuestas son rápidas y eficaces. Ni unos ni otros han de preocuparse por el próximo enfrentamiento electoral, ni tienen que ganarse la voluntad de un parlamento, una opinión pública o una prensa independiente.

Pero, afirma Runciman, «la envidia de las dictaduras se opone radicalmente a lo que enseña la historia». Durante los últimos cien años ha quedado demostrado que las democracias resuelven con más éxito que las dictaduras las más graves crisis que pueden aquejar a un sistema político. Han ganado las guerras, han salido de las peores depresiones económicas y saben adaptarse a los cambios. Cuando sus dirigentes cometen errores, se les aparta limpiamente del poder antes de que esos errores sean letales.

Las dictaduras, por el contrario, dado que pueden actuar con decisión sin preocuparse del sentir de sus pueblos, tienen más dificultades para corregir los errores; cuando sus dirigentes se equivocan, arrastran en su caída a todo el Estado. El Káiser, Hitler y el Soviet Supremo son ejemplos perdurables.

Esto no sirve de consuelo cuando se está en el vórtice de una crisis, porque las cualidades que dan ventaja a las democracias a largo plazo (la impaciencia con los errores de sus dirigentes y los complejos procesos decisorios), son las que dificultan afrontar los problemas del momento. Ya Tocqueville advirtió que las democracias se equivocan más que las monarquías o las tiranías, pero también son las que mejor corrigen sus errores. Runciman pone el dedo en la llaga cuando indica que esas cualidades de las democracias pueden crear un falso sentido de complacencia: puesto que siempre salimos de las crisis, podemos entrometernos en cualquier asunto, ya que al final sabremos cómo resolver los problemas: es la trampa de la confianza.

Algunas matizaciones son necesarias ante la teoría de Runciman. Se podría decir que las democracias no siempre «ganan las guerras», recordando Vietnam, Irak o Afganistán. Pero conviene notar que cuando EE.UU. emprendió estas tres aventuras poscoloniales no actuaba como una democracia sino como una incipiente dictadura a espaldas de los deseos de su población y engañándola cuando lo creía necesario.

El modelo democrático, sugiere Runciman, consiste en bordear el desastre inminente para luego salir de él a trompicones. Ese desastre incluye las prácticas antidemocráticas, el espionaje, el deterioro de la democracia y la corrupción de la clase política, de lo que permanecemos ignorantes hasta que entran en juego los decisivos resortes inherentes a la democracia: unos medios de comunicación libres e independientes y algunos políticos rebeldes que revelan el peligroso camino iniciado. Entonces, la democracia introduce los cambios necesarios para resistir hasta la próxima crisis. Y así, escribe Runciman, «seguiremos cruzando los dedos y esperando salir del paso del mejor modo posible». Después de todo, hay que coincidir con Churchill en que la democracia es el menos malo de todos los sistemas políticos.

Publicado en CEIPAZ el 23 de diciembre de 2013