La lucha contra el hambre

El “índice global del hambre” se viene publicando anualmente desde 2006 por el International Food Policy Research Institute (Instituto Internacional de Investigación sobre Políticas Alimentarias) y su objetivo es definir numéricamente la situación de los países en relación con el hambre padecida por la población. Para calcularlo se valoran tres parámetros, a partir de datos recopilados por agencias de la ONU: (1) el porcentaje de personas que se alimentan insuficientemente en cada Estado; (2) el porcentaje de niños menores de cinco años con falta de peso; y (3) su tasa de mortalidad.

La fórmula utilizada produce valores entre 0 (ausencia total de hambre) y 100 (hambre absoluta). El informe correspondiente a 2013, que acaba de ser publicado, incluye a 120 países no desarrollados, de los que se poseen datos válidos para 2012. De modo simplificado, se considera que un valor inferior a 5 muestra una situación satisfactoria, en la que se encuentran 42 de los países estudiados; en otros 22 el índice varía entre 5 y 10, revelando un hambre moderada; 37 países se hallan entre 10 y 20, lo que indica que el hambre es ya un serio problema; entre 20 y 30 el problema se califica de alarmante y afecta a 16 Estados; por último, un valor superior a 30 indica alarma extrema, situación en la que según el citado informe se encuentran Comoras, Eritrea y Burundi.

El promedio mundial es de 13,8; esto significa una mejora en las condiciones generales de la humanidad, ya que en 1990 era de 20,8. Pero las desigualdades siguen siendo evidentes, ya que el promedio en Asia Meridional (20,7) es causa de alarma, habida cuenta de la enorme población afectada, y no menor preocupación produce la situación en el África Subsahariana (19,2).

De los tres factores antes citados, el primero de ellos ha sido directamente abordado en los llamados Objetivos del Milenio. El objetivo 1.C se propone “reducir a la mitad, entre 1990 y 2015, la proporción de personas que padecen hambre”. Aunque el hambre global se ha reducido en una tercera parte desde 1990, en el último bienio registrado (2010-1012) cerca de 870 millones de personas (una de cada ocho) se alimentan insuficientemente; de ellas, 852 millones residen en países en desarrollo.

El problema es abrumador, rebasa a la acción de los Estados individuales y requiere los máximos esfuerzos a nivel internacional, coordinados por Naciones Unidas. Pero la envergadura del problema no impide que pueda ser abordado a pequeña escala, y esto es lo que hoy sucede en la lucha contra el hambre. Hay que cambiar las escalas habituales: de la macroeconomía a la micro o nanoeconomía; como pasar de la trigonometría esférica a la “cuenta de la vieja”.

Es lo que en Etiopía (índice de hambre 25,7) está haciendo la ONG irlandesa Concern Worldwide. Como informa The Guardian Weekly, en una región de este país donde la supervivencia del 90% de la población depende de los cultivos de secano, en unas tierras áridas situadas por encima de los 2400 m de altitud, los campesinos solo cultivaban cebada. El terreno en su mayoría es árido o está degradado y basta una breve sequía para generar la hambruna. En esa región la malnutrición crónica alcanzaba el 54%, superior al promedio nacional.

En términos económicos, un campesino dueño de una hectárea y media de terreno cosechaba 75 kg de cebada al año, lo que producía unos ingresos de unos 24 dólares. Muchos de ellos vendían sus tierras y se trasladaban a las ciudades a malvivir miserablemente como mano de obra. Ahora, ese mismo campesino extrae de su terreno 360 dólares anuales y su familia ya no pasa hambre, gracias a lo que la misma tierra produce. No hay secreto en ello: ha pasado a cultivar patatas, desconocidas hasta ahora en esta región, en vez de cebada, y extrae 2000 kg al año. Es significativo que sea una ONG irlandesa la que ha suscitado el cambio. El proyecto piloto, iniciado en 2007 con 16 familias alcanza ahora a 10.000 campesinos de la zona y sigue creciendo.

Uno de los beneficiados por el cambio declara: “La patata es la solución de nuestra hambre. Si no tenemos injera [el pan etíope] ya no nos preocupamos”. Pueden comer patatas al menos cuatro veces por semana, o a diario en tiempos de escasez.

De este modo se reduce la vulnerabilidad de la población a las sequías, subidas de precios, inestabilidad política, etc., cuya repercusión sobre los sectores más pobres de la población siempre resulta nefasta. Ayudando a diversificar las cosechas, como hace la ONG citada (que ahora experimentará con peras y manzanas), se aumenta la resiliencia de la población. Como explica un miembro de Concern: “Antes, no tenían nada y se veían obligados a emigrar. Ahora tienen más capacidad para afrontar las sequías”. Lo que, unido a mejorar los métodos de cultivo, cuidar los suelos y facilitar pequeños créditos para ampliar sus recursos, hará que, poco a poco, el índice global del hambre vaya descendiendo.

No hay que desestimar los ambiciosos planteamientos globales desde los organismos internacionales, como los Objetivos del Milenio; pero la lucha concreta contra el hambre nace desde abajo, a raíz del suelo, en contacto con los que la sufren y se esfuerzan por superarla con las indispensables ayudas externas.

CEIPAZ, 9 de diciembre de 2013