La guerra en Afganistán y la Guerra de Afganistán

Publicado en Nuevatribuna.publico.es

Estados Unidos ha perdido, o está a punto de perder, la Guerra de Afganistán, como perdió la de Vietnam.
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 Marines estadounidenses en el sur de Afganistán en 2001.

El poderío de las naciones, hoy día llamado liderazgo, se demuestra, como el movimiento, andando, porque es como el pedaleo de la bicicleta, si lo paras, te caes. Voy a llamar a esta constante histórica, cratotropismo, o tendencia al cratos, al dominio, al control, en beneficio propio, de otros pueblos, naciones o territorios, sea jurídica, política o económicamente o en cualquiera de las muchas posibles combinaciones de estos tres ámbitos sociales; y prefiero utilizar este extraño neologismo para evitar las connotaciones valorativas que ya arrastraría cualquiera de sus términos sinónimos de uso común. Pues bien, impelido por esta ineludible constante histórica cratotrópica, Estados Unidos ha perdido, o está a punto de perder, la Guerra de Afganistán, como perdió la de Vietnam.

La guerra estadounidense en Afganistán, en realidad, no empieza un 11 de septiembre de 2001, si por tal entendemos la intervención militar de EEUU en este país

La guerra estadounidense en Afganistán, en realidad, no empieza un 11 de septiembre de 2001, si por tal entendemos la intervención militar de Estados Unidos en este país, dando a los conceptos “intervención” y “militar” el sentido amplio que se le da hoy dentro de la llamada “guerra híbrida”. Su comienzo, su causa, es el resultado de la conjunción de dos procesos diferentes que se enmarcan en el gran juego cratotrópico mundial por el control (en beneficio propio) de los llamados Próximo y Medio Oriente.

La guerra en Afganistán

El primero tiene su origen un 27 de abril de 1978, cuando el Partido Democrático Popular de Afganistán (comunista) da un golpe de Estado y se hace con el poder en la joven República afgana (nacida sólo cinco años antes, tras el golpe de Estado de Daud Khan que acaba con la Monarquía en 1973), que provoca un levantamiento popular de una gran parte de la población -especialmente rural- musulmana contra este intento de regeneración modernista impía, cuando no atea. Son los que acabarán siendo conocidos como los muyahidines afganos. Inmediatamente ambas superpotencias acuden al terreno de juego, apoyando cada uno a su bando (el liderazgo se tiene que demostrar andando, actuando, si no, puedes caerte). Estados Unidos despliega rápidamente la Operación Ciclón en apoyo de los muyahidines (febrero de 1979) y solo diez meses más tarde (diciembre de 1979), la Unión Soviética invade militarmente Afganistán.

Se ha iniciado la doble guerra (la guerra en Afganistán), que durará diez años. La clásica: URSS/Gobierno afgano frente a muyahidines y la encubierta: Estados Unidos frente a URSS/Gobierno afgano en apoyo, curiosamente, de los muyahidines, islamistas que practican la yihad contra el ateísmo invasor soviético, de los que los talibanes serán dignos herederos. Cuando acabe esta doble guerra con la retirada soviética en 1989, Afganistán quedará sumido en una generalizada guerra civil a múltiples bandas, cada una con su amable patrocinador cratotrópico: sea superpotencia o potencia regional. Hasta que uno de ellos, el Emirato Islámico de Afganistán, generalmente conocido como el Movimiento talibán o simplemente los talibanes, consiga imponerse al resto en casi todo el país, excepto en una delgada franja norte fronteriza con Uzbekistán y Tayikistán, donde se refugia la que será conocida como la Alianza del Norte. Un Movimiento, el talibán, nacionalista (y, por tanto, no yihadista) e islamista, que rechaza cualquier patronazgo cratotrópico que no provenga de países musulmanes islamistas.

La Guerra de Afganistán

El segundo proceso que llevará a la intervención armada directa de Estados Unidos en Afganistán (la Guerra de Afganistán) tiene su origen en el cratotrópico intento regional de Irak de controlar la producción petrolífera de Oriente Medio con la excusa de que se le condonen las deudas contraídas con las monarquías petrolíferas de la península Arábiga con ocasión de su guerra con Irán (1980-1988), que Irak alega que ha llevado  a cabo en defensa de todo el mundo suní. Ante el rechazo de éstas a aceptar esa condonación, Irak (1990) invade Kuwait y amenaza con invadir Arabia Saudí. Es el momento en que un muyahidín saudí curtido en la guerra antisoviética de los afganos, Osama ben Laden, ofrece sus huestes al Gobierno de su país, Arabia Saudí, que las rechaza, prefiriendo la más sólida y confiable protección estadounidense. Ni ben Laden ni su al-Qaeda perdonarán nunca que las infieles botas estadounidenses hayan hoyado el sagrado suelo del profeta.

Ha estallado la guerra irregular y asimétrica entre Estados Unidos y al-Qaeda, que sucesivamente acorralada, acaba refugiándose en el Afganistán del Emirato Islámico talibán, contra el que encubiertamente sigue combatiendo Estados Unidos, y desde donde provocarán la masacre del 11 de septiembre de 2001 en Washington y Nueva York. Como consecuencia de la cual, Estados Unidos invade Afganistán y arrasa militarmente al Emirato y a al-Qaeda. Los arrasa militarmente, pero ni a uno ni a la otra consigue “vencerlos”, por lo que la guerra continuará, ahora ya sí conocida como la Guerra de Afganistán, a la que Estados Unidos arrastrará a la OTAN y a otros muchos países. Y en la que Emirato se verá obligado a reconvertir su hasta entonces islamismo nacionalista en yihadismo (neotalibanes) contra el infiel invasor estadounidense/occidental que le disputa el control de su tierra musulmana.

Es en este momento cuando Estados Unidos comete por primera vez el error de no recordar a Clausewitz cuando nos alertaba de que “un conflicto armado no puede considerarse acabado (ganado) hasta ‘haber quebrado la voluntad adversaria’, es decir, hasta haber destruido, más que su capacidad física (de lucha), su voluntad anímica (de seguir luchando)”.

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20 años después

Desde entonces han pasado veinte años (2001-2021), en los que, con la balanza unas veces un poco más inclinada hacia un lado y otros hacía el otro, ninguno de los dos contendientes armados, Estados Unidos/OTAN/Gobierno afgano y el clandestino, pero bien presente sobre el terreno, Emirato Islámico de Afganistán neotalibán, ha sido capaz de destruir “la voluntad anímica de seguir luchando” de su adversario. Entre otras razones porque, desde el planteamiento informativo occidental, siempre se ha querido presentar, durante todos estos años, la Guerra de Afganistán como una contribución a la liberación del pueblo afgano, negándole a los neotalibanes su condición de afganos y, por tanto, su derecho a ser parte de la solución en un conflicto entre afganos.

Esta actitud empezó a cambiar a partir de 2009-2010 –quizás porque, por fin, alguien volvió a acordarse en Washington de Clausewitz– a través de lo que oficiosamente se denominará “fase de transición”, consistente en dos grandes cambios significativos: ir pasando progresivamente la responsabilidad de los combates al Ejército Nacional Afgano y a la Policía Nacional Afgana e iniciar conversaciones (aún no se le quiere llamar negociaciones) con el Estado Islámico. Se iniciarán en Doha (Catar) a finales de 2010 y con más o menos interrupciones y paradas, continúan hasta hoy día. Incluso hay un intento, desgraciadamente fracasado, de conversaciones interafganas Gobierno afgano-Emirato entre julio de 2015 y mayo de 2016.

En enero de 2019 se consigue un primer acuerdo por el que se establece un plazo máximo de 18 meses (hasta junio de 2020) para la retirada de las tropas estadounidenses e internacionales, mientras el Emirato se comprometía a negociar un alto el fuego, a su incorporación a algún tipo de “gobierno en funciones” futuro y a no permitir actividades en Afganistán de organizaciones terroristas (alusión a al-Qaeda y a la versión afgana del ISIS, el Emirato Islámico de Jurastán). Estados Unidos, consciente de que no ha sido capaz de quebrar la “voluntad anímica de seguir luchando” del Estado Islámico y consciente de que el ánimo de su población y de sus estructuras gubernamentales sí empieza a estar de bastante capa caída en relación con la situación, es decir, que está perdiendo la Guerra de Afganistán, ha decidido acabarla, sin que ello tenga porqué significar que no va a continuar su híbrida, irregular y asimétrica guerra en Afganistán.

Interrumpidas estas negociaciones, se reanudan en septiembre de 2019, alcanzándose, en febrero de 2020, el llamado “Acuerdo para llevar la paz a Afganistán”, por el que se retrasa la retirada de fuerzas internacionales a mayo de 2021 (las últimas declaraciones oficiales estadounidenses repiten ya de forma sistemática el 1 de mayo de 2021 como la “fecha tope”), el intercambio de prisioneros entre el Gobierno afgano y el Emirato y la reanudación de negociaciones entre ambos.

Ninguno de estos últimos compromisos se ha cumplido taxativamente hasta ahora, aunque de todos ellos haya habido algún avance. El intercambio de prisioneros ha sido amplio, aunque no total, pero los combates siguen (más de tres mil muertos y casi seis mil heridos en 2020), las negociaciones interafganas no acaban de dar frutos y el Gobierno afgano se niega a aceptar la propuesta estadounidense del actual secretario de Estado de Estado de la Administración Biden, Antony Blinken, efectuada el 8 de marzo de 2021, de compartir el poder con el Estado Islámico de forma transitoria.

Si al final hay retirada de las tropas de combate internacionales, sea cuando sea, y sea cual sea la situación interna en que quede Afganistán, no podrá negarse que Estados Unidos ha “perdido” la Guerra de Afganistán, como perdió la de Vietnam, ya que en ambos casos “ha perdido su voluntad anímica de seguir luchando” sin lograr que la pierda su adversario, aunque mantenga su presencia indirecta y encubierta a través de su guerra (híbrida) en Afganistán -ahora ya sin combatir directa y explícitamente- en la que no puede dejar de pedalear porque se caería, menoscabando así su liderazgo (su poderío cratotrópico en beneficio propio), que sólo puede mantenerse, frente al resto del mundo, ejerciéndolo de forma constante y manifiesta.

Enrique Vega Fernández, coronel de Infantería (retirado) | Asociación por la Memoria Militar Democrática