La frustración del zar

Publicado en elperiodico.com

Desde el minuto cero de su ascenso al poder, Vladímir Vladímirovich Putin tuvo claro que lucharía por una Rusia “fuerte y floreciente”, que no volviera a ponerse de rodillas ante el mundo. Quien fue espía del KGB en la desaparecida República Democrática Alemana y llamó traidores a quienes desertaron en la época soviética, fue elegido presidente en marzo del 2000 con el 53% de los votos porque convenció a los electores de que enterraría para siempre la década ominosa que acababan de padecer. Entre 1990 y 1999, el PIB ruso había caído el 54%, la producción industrial se había desplomado el 60% y, de la noche a la mañana, decenas de millones de rusos se encontraron en la pobreza absoluta.

Gran admirador de Pedro I el Grande (1642-1725), Putin consideró que para que la nueva andadura de Rusia tuviera éxito era necesario insertar plenamente el país en Europa y estrechar las relaciones con Estados Unidos, la hiperpotencia del momento, pero exigió un trato de igual a igual. Todos sus primeros esfuerzos en la esfera internacional se encaminaron hacia ese objetivo, aunque su celo nacionalista le granjeó pocas simpatías en Occidente.

 “AFICIONADOS AL VODKA Y A LA SAUNA”

Fue Borís Yeltsin quien sacó a Putin del insignificante puesto que tenía como consejero del alcalde reformista de San Petersburgo, Anatoli Sobchak, para ofrecerle la dirección del Servicio Federal de Seguridad (FSB, el antiguo KGB), puesto desde el que, en un abrir y cerrar de ojos, saltó a la jefatura del Gobierno, en 1999. Pese a ello, el cada día más influyente primer ministro siempre vio en Yeltsin y su camarilla, según me confirmó Sobchak en una entrevista, a una panda de borrachines, “aficionados al vodka y a ir a la sauna”, en lugar de a trabajar por la patria. Putin no bebe, no fuma y alimenta su enorme afán de superación con deporte, lectura de los clásicos rusos, conciertos y una impostada religiosidad ortodoxa.

Los primeros años de su mandato los dedicó a avanzar en la inserción de Rusia en los más selectos clubs internacionales, entre ellos, el llamado G-7, que agrupa a las naciones más desarrolladas del globo. El acceso de Moscú, durante la cumbre de Denver (EEUU), en 1997, aunque no como miembro de pleno derecho, cambió la denominación a G-7+Rusia. Las discrepancias con EEUU en materia económica y financiera impidieron que hasta el 2002 no se institucionalizase el G-8 que, tras la anexión de Crimea por Rusia, ha vuelto a denominarse G-7 porque la membresía rusa ha sido cancelada temporalmente.

Putin pronunció encendidos discursos a favor de la UE: “Para nosotros, Europa es nuestro socio natural y más importante”, declaró el presidente en el 2003. Sin embargo, la UE nunca se tomó en serio las relaciones estratégicas con Rusia y, en cuanto se produjo el primer cisma entre los nuevos socios –la guerra en Georgia–, se alineó con EEUU.

El acercamiento a la OTAN también fue un espejismo. El Consejo OTAN-Rusia, creado en el 2002, no frenó la extensión de la Alianza Atlántica a los países de Europa del Este, incluidas las tres exrepúblicas soviéticas bálticas de Estonia, Letonia y Lituania. El cortejo de la alianza militar occidental a Georgia, Moldavia y Ucrania hizo saltar por los aires la escasa confianza construida. Rusia, encarnada en Putin, se sintió humillada y tratada como un paria.

Los rusos se crecen en la adversidad. De igual manera, el desengaño con Bruselas convenció a Putin de que tendría mejor acogida en otros países y fue entonces cuando puso en marcha la Unión Económica Euroasiática, con la que el Kremlin­ quiso recuperar parte del esplendor perdido. El fracaso, debido a la revuelta del Maidan, solo sirvió para aumentar una frustración que el zar pretende superar ahora con “su amigo” Donald Trump.