La democracia militante y el franquismo

Publicado en Infolibre.es

El anuncio de la portavoz parlamentaria del Grupo Socialista sobre una eventual reforma penal para incluir la “apología o exaltación del franquismo” como una conducta punible ha reactivado el siempre recurrente debate sobre el significado del franquismo en la sociedad española. Desde el punto de vista técnico-jurídico, voces autorizadas ya se han pronunciado señalando su dudoso encaje en el orden constitucional por invadir el ámbito de ejercicio del derecho fundamental a la libertad de expresión. Además, las garantías propias del derecho penal harían en la práctica muy complejo subsumir, en todos sus elementos como es preceptivo, cualquier manifestación o conducta favorable al régimen franquista o a la figura del dictador en el nuevo tipo penal.

De manera que el anuncio de la portavoz socialista hay que interpretarlo quizá más en el terreno de la declaración política que en el de la iniciativa legislativa. Pero, desde esta óptica, tampoco cabe ser optimista sobre la conveniencia de plantear en términos de tipificación penal la respuesta a la banalización del fascismo, razón por la que en esta iniciativa la mayoría de los analistas solo encuentran, y con razón, efectos contraproducentes. El marco comparado de referencia del debate, se sitúa en las medidas adoptadas en Europa Occidental, tras la derrota del nazismo, con el desarrollo de una legislación de prohibición de la exaltación de los líderes y símbolos del Partido Nazi alemán, y otros partidos nacionales satélites, además de toda difusión y exégesis sobre su discurso político de odio criminal.

La reconstrucción política del ámbito europeo occidental, una vez derrotado el militarismo alemán, se llevó a cabo con un sistema constitucional de defensa activa de la democracia liberal frente a toda suerte de regresión totalitaria; en Alemania, entre otros objetivos, se trataba de evitar que ni siquiera una mayoría parlamentaria pudiera ser empleada para habilitar la dictadura, como había ocurrido en 1933 en el ascenso de Hitler, con la consecuencia de la abolición de la propia democracia. La Administración pública, y amplios sectores sociales, fueron sometidos a un proceso de depuración de responsabilidades y pedagogía democrática.

En el campo militar, este sistema de “militancia democrática”, se tradujo en la desaparición del Ejército combatiente alemán –Wehrmacht– y la creación de unas nuevas fuerzas armadas federales –Bundeswerh–; este proceso cambió las bases del ejercicio de la profesión militar en la República Federal alemana. Los profesionales de las armas se transforman en “ciudadanos de uniforme” (Staatsbürger in Uniform), desvinculados de la tradición militar prusiana, acercando imperativamente sus valores, deberes y derechos a los del resto de la ciudadanía mediante la enseñanza impartida en los centros de formación. Se desarrolla una nueva doctrina de liderazgo moral democrático (Innere Führung), cuyo esfuerzo sostenido llega hasta nuestros días.

Está claro que la democracia española no puede mimetizarse con la alemana, ni el franquismo con el nazismo, por razones que no por obvias deben dejar de tenerse en cuenta, habiendo surgido en una coyuntura temporal y material completamente distinta. La Ley Fundamental de Bonn (1949) da rango constitucional a toda la legislación de urgencia adoptada en el contexto de la ruptura del Estado alemán; en cambio, la Constitución Española (1978) es consecuencia de una reforma política consensuada con la oposición. El nazismo era un fenómeno derrotado en el campo de batalla, execrado por la enormidad de sus crímenes y condenado por tribunales internacionales. Por el contrario, el franquismo de la primera época, que es el verdaderamente similar al nazismo –en sus bases ideológicas y praxis genocida-, sobrevive gracias a que el clima mundial de guerra fría posibilita sus acuerdos con el Vaticano y los Estados Unidos.

La dictadura de Franco, una vez consolidada por el “amigo americano” en los años cincuenta y estabilizada económicamente en los sesenta por las divisas de turistas y emigrantes, culmina en los años setenta con una sociedad desarmada ideológicamente tras cuatro décadas de dictadura –y de escamotear la propia historia nacional– y anestesiada con el incipiente Estado de bienestar. La dictadura franquista, en un continuo ejercicio camaleónico, se había transformado en un “régimen autoritario”, eufemismo académico con el que operaba en la comunidad internacional. La longevidad del régimen modeló a la sociedad –el llamado “franquismo sociológico”– que protagoniza la transición política, fundada sobre el pacto de silencio que implicaba la renuncia a un juicio del franquismo. En aquel momento, y estando el proceso controlado por los propios reformistas del régimen, tal vez la única vía posible para el retorno pacífico a la democracia.

Sin embargo, una vez consolidado el sistema democrático en los años ochenta, con la alternancia ordinaria en el poder, parece claro, con la perspectiva del tiempo, que se perdió la oportunidad, con la fuerza de la legitimidad popular, de corregir de raíz toda propaganda de la dictadura franquista. Pensando en que se trataba de un asunto menor en el programa legislativo, en que era una etapa histórica superada por la sociedad española, lo que hasta cierto punto era cierto, no se valoraron suficientemente las consecuencias de mantener en el patrimonio público símbolos de la dictadura perfectamente injustificados. Así, por ejemplo, la estatua ecuestre del general Franco en el acceso principal a la plaza de armas de la Academia General Militar (AGM) presidió la graduación de treinta (30) promociones de oficiales del Ejército de Tierra –la Ley de Memoria Histórica llegó con esos mismos treinta años de retraso–. Hecho que tal vez explique que muchos de aquellos tenientes, habiendo desempeñado íntegramente su carrera militar en democracia, no tengan reparos en declararse defensores de la “figura militar” del dictador.

La pervivencia extemporánea de los símbolos del franquismo contribuyó a su normalización y, de esta forma, a una suerte de legitimación de facto, que ahora no podría revertirse con una mera declaración de antijuridicidad. El desconocimiento de los hechos históricos, cuando no su sustitución por un relato alternativo, y la dificultad, a estas alturas, de deslindarlos del discurso político partidario en el que se han integrado, hacen inviable la revisión desapasionada de la Historia reciente. No obstante, sin llegar a una militancia democrática impositiva, impracticable por falta de consenso nacional y de apoyo constitucional, tampoco debería el poder público seguir renunciando, como lo ha hecho durante décadas, a una activa pedagogía democrática.