¿El fin de un ciclo?
La finalidad política de toda guerra es imponer la propia voluntad sobre la del enemigo, para obligarle a aceptar decisiones que favorezcan al vencedor y para establecer los términos de la subsiguiente paz según los designios de éste. A la luz de esta definición, es evidente que Estados Unidos no ha ganado la guerra de Irak y parece cada día más dudoso que pueda hacerlo en Afganistán, como se mostrará a continuación. Las repercusiones que esto pueda tener en la política exterior de la mayor superpotencia mundial y la creciente polémica sobre si ya se están presentando los primeros síntomas de su declive “imperial”, ante la emergencia de otras potencias que en un futuro puedan aspirar a posiciones de mayor hegemonía, son cuestiones abiertas a las que este documento pretende esbozar algunas respuestas.
Irak: una guerra no ganada
El abandono militar de Irak, completado durante 2011, no se ha producido según las intenciones de Washington, sino como consecuencia de una decisión del Gobierno de Bagdad. A pesar de los prolongados esfuerzos de Estados Unidos por mantener en ese país una presencia militar que le asegurara la deseada influencia estratégica y política (también económica, sobre todo petrolífera) en esta crítica zona del planeta, que fue la razón fundamental por la que el anterior presidente de Estados Unidos desencadenó las operaciones de ataque, invasión y ocupación del país, lo que ha obligado a cambiar el discurso oficial ha sido en último término la negativa del Gobierno iraquí a garantizar la inmunidad de las tropas de ocupación.
Según el diario árabe Al Hayat, Washington ejerció una continuada presión durante el verano de 2011 sobre el Gobierno iraquí, para asegurar la continuidad de unos 6000 instructores militares y 5000 miembros de las fuerzas de seguridad, para proteger la embajada y para entrenar a la policía y al ejército iraquíes, además de 2000 funcionarios, 4000 para asistencia médica y 3000 empresarios (cifras aproximadas). La coalición gobernante en Bagdad alcanzó un acuerdo pleno sobre la cuestión y se negó rotundamente a aceptar la inmunidad del personal estadounidense que permaneciera en Irak tras la retirada militar, excepto lo que la legislación internacional dispone respecto al personal diplomático ordinario.
No le quedó a Estados Unidos otra opción sino aceptar la decisión del Gobierno de Bagdad y fue necesario convertir en victoria la humillación que la negativa suponía, insistiendo en que la retirada obedecía a una meditada decisión del Pentágono y anunciando que las tropas abandonaban el país con “la cabeza bien alta”, como afirmó Obama en una de las ceremonias organizadas con motivo del regreso de las tropas. En ella se refirió el presidente al “extraordinario éxito” alcanzado tras casi nueve años de esfuerzo y afirmó: “Todo lo que los soldados americanos han hecho en Iraq ha conducido a este momento brillante: su lucha y su muerte, la sangre y la reconstrucción, la enseñanza y la ayuda. Dejamos atrás un Irak soberano, estable y autosuficiente, con un gobierno representativo elegido por el pueblo”. Para convertir la retirada en una brillante operación militar, Obama recordó enfáticamente que los últimos soldados que salieran de Irak constituirían un símbolo histórico: “Acaba de concluir uno de los más extraordinarios capítulos de la historia militar de Estados Unidos El futuro de Irak quedará en manos de su pueblo. La guerra de Estados Unidos en Irak habrá concluido”.
Si este era el discurso oficial, otro discurso menos triunfalista anunciaba la reanudación de la violencia sectaria, el aumento de los atentados terroristas, la fragmentación del país en grupos étnicos enfrentados entre sí, una producción petrolífera que no llegaba a superar a la de la época de Sadam y unos servicios públicos deteriorados, que incluso inducían a algunos iraquíes a añorar la época del ahorcado dictador. Los violentos atentados que sufrió Bagdad en diciembre de 2011 vinieron a confirmar las predicciones más pesimistas. La aparición de la rama iraquí de Al Qaeda, exclusivo producto de la invasión e inexistente hasta entonces, así como la creciente influencia de Irán sobre la política de Irak son otras tantas pruebas de que la guerra no ha terminado con la imposición de la voluntad del vencedor, sino al albur de unas circunstancias que éste ha sido incapaz de dominar.
Con la inestimable ayuda de los numerosos medios de comunicación favorables, la forzada salida de Irak se convirtió en una operación militar modélica, que solo las más selectas fuerzas armadas que jamás han existido podrían llevar a cabo con éxito. Pero no se puede ocultar el fracaso general de la estrategia utilizada, los numerosos y graves errores cometidos durante los años de ocupación y el hecho de que, en último término, la guerra de Irak ha sumido al mundo en una prolongada crisis cuyo fin no se vislumbra, no ha mejorado las condiciones del pueblo al que se pretendió ayudar y ha generado tensiones de nueva naturaleza que obligarán a plantear y resolver problemas inéditos. Al escribirse estas líneas, en enero de 2012, el fraccionamiento de Iraq entre suníes y chiíes parece apuntar a una guerra civil de graves y peligrosas consecuencias.
Afganistán: una guerra que no se puede ganar
La guerra en Afganistán, todavía en curso, no ofrece perspectivas más halagüeñas. Aunque la OTAN lo desmiente, según datos de Naciones Unidas los atentados a la seguridad sufridos en los once primeros meses de 2011 fueron un 21% más numerosos que en el mismo periodo del año anterior. La creciente inseguridad, no solo detectada por la ONU sino sufrida por gran parte de la población en su vida cotidiana, echa por tierra los objetivos iniciales de la operación y dificulta, hasta hacerlos casi imposibles, los trabajos de reconstrucción del país, que inicialmente fueron el objetivo esencial de la invasión y posterior ocupación.
Por otro lado, aunque la retirada definitiva de las tropas de combate (que no incluye técnicos y asesores, instructores, fuerzas de seguridad privada y de operaciones especiales) está prevista para el último día del 2014, el teniente general Caldwell, máximo responsable de la instrucción militar de las fuerzas armadas y de seguridad afganas, en junio de 2011 declaró que, para conseguir que los soldados afganos pudieran operar aceptablemente, sería preciso “continuar la presencia de Estados Unidos en Afganistán hasta 2016 o 2017”. El mismo general aseguró que la Fuerza Aérea afgana no estará en condiciones de patrullar el espacio aéreo de su país hasta 2016, como fecha más temprana.
Pero si las tropas de combate y la aviación requieren más tiempo para poder ser fiables, el principal problema de los ejércitos afganos es una grave carencia de elementos de apoyo logístico, esos órganos militares, complejos y cuantiosos, que hacen que el combate sea posible. Aquí no se ve solución inmediata, porque se trata también de un problema cultural de hondas raíces: afganos y estadounidenses ven la guerra desde muy distintas perspectivas y con otra tradición histórica, a menudo opuesta. Y lo que es más preocupante, Caldwell no vaciló en recordar el antecedente de la ocupación soviética en los años ochenta: “Soy plenamente consciente de los esfuerzos que una gran potencia [la URSS] desarrolló en Afganistán para crear un Gobierno y unas fuerzas de seguridad. En todas partes de este país me lo recuerdan, insistiendo también en que el esfuerzo soviético alcanzó el éxito inicial, aunque en último término acabó fracasando”. Es significativo que un alto mando militar, con experiencia local, no atribuya el fracaso soviético en Afganistán a la enorme presión económica a la que Estados Unidos estaba sometiendo por entonces a la URSS, con una acelerada carrera de armamentos que Moscú no podía seguir, sino a las condiciones peculiares del país y del pueblo afganos.
Las operaciones de Estados Unidos en Afganistán tienen, además, una importante vulnerabilidad que no existía en Irak y que tampoco sufrió el ocupante soviético: la voluminosa alimentación logística, que en gran proporción se efectúa mediante rutas de comunicación terrestres que requieren la cooperación de otros países, no necesariamente aliados. Aunque de esto apenas se habla oficialmente, la guerra que Estados Unidos y la OTAN desarrollan en Afganistán depende de la buena voluntad de otros Estados: Pakistán, al sur, es de importancia vital, pero hay que contar también con varios países septentrionales, a través de las rutas de Rusia o de Uzbekistán.
Cerca del 75% de los aprovisionamientos terrestres atraviesa tres rutas que arrancan desde puertos marítimos en los mares Negro y Báltico, y cruzan una docena de países europeos y asiáticos. Una tercera parte de la carga logística de suministros no de combate se hace a través de Pakistán, pero esta ruta permaneció cerrada desde el ataque de la OTAN que en noviembre de 2011 causó la muerte de varios soldados pakistaníes en un puesto fronterizo con Afganistán. Las difíciles relaciones entre Estados Unidos y el Gobierno de Islamabad son para Washington un ejercicio de penoso equilibrio en el que la necesidad de contar con el apoyo pakistaní para la guerra afgana obliga a Estados Unidos a aceptar situaciones y compromisos difícilmente explicables ante la propia opinión pública.
Varios de los países implicados en el tránsito logístico ponen limitaciones al tipo de material transportado e incluso se niegan a aceptar el tráfico de salida desde Afganistán, aceptando solo el de entrada en el país. Otro problema es causado por los altos niveles de corrupción de los funcionarios extranjeros relacionados con estas rutas, hasta el punto de que el Secretario de Estado está obligado a informar al Congreso de todos las retribuciones que se realicen en Uzbekistán en concepto de “pago a corruptos” para facilitar las operaciones. Las restricciones previamente aprobadas en la ayuda que Estados Unidos venía concediendo a ese país, a causa de sus reiteradas violaciones de los derechos humanos y su dictatorial Gobierno, fueron levantadas a fin de facilitar la alimentación logística de las operaciones en Afganistán. Los derechos humanos y la corrupción no se tienen en cuenta cuando se trata de ganar la guerra. Por todo lo anterior, es fácil de entender que el material de alto coste y tecnología moderna, así como los dispositivos más sensibles y los sistemas informáticos relacionados con la información y la seguridad son transportados por vía aérea, lo que incrementa notablemente los costes finales de la guerra.
Así la situación, el problema que afecta al futuro de la intervención militar y civil de las potencias extranjeras en Afganistán consiste en retirarse del mejor modo posible de una situación que se ha vuelto irresoluble y de la que no se puede salir exhibiendo una brillante victoria militar. Se trata de hacerlo con el menor coste posible para los países implicados en esta operación y sin menoscabo del prestigio militar de Estados Unidos y la OTAN.
Una nueva estrategia para salir del paso
No es en una posición de tan acusada dependencia estratégica de países ajenos como puede seguir manteniendo su prestigio y su hegemonía militar la que todavía se tiene por única gran superpotencia mundial, que invierte en sus ejércitos más que la suma de los diez siguientes países que le siguen en la lista de gastos militares, y que entre sus aspiraciones políticas no renuncia a la capacidad de poder intervenir unilateralmente en cualquier lugar del planeta para atender a sus propios intereses. Unos ejércitos que siguen activos en diversos frentes en todo el mundo y cuyos aviones teledirigidos sobrevuelan continuamente vastas extensiones del planeta y operan ahora mismo sobre Afganistán, Pakistán, Yemen y Somalia, entre otros países.
Por esta razón, entre otras, en su discurso sobre la nueva estrategia de Defensa, con el que Obama inició el año 2012, ha anunciado el propósito de no implicarse de nuevo en el continente euroasiático y volcar con preferencia su atención hacia el espacio del Océano Pacífico y Extremo Oriente, sobre el que tiene mayores y más directas posibilidades geoestratégicas de intervención. No obstante, sigue siendo objeto de discusión, en diversos círculos académicos, si el Imperio Americano está mostrando sus primeros síntomas de declive, frente al todavía incipiente despertar de nuevas potencias, entre las que destaca China, pero es evidente que Estados Unidos desea desentenderse algo más de la OTAN y sus problemas —a la que ha reprochado en varias ocasiones su bajo nivel de cooperación en el conflicto libio— y dedicar más atención a lo que ocurre en la orilla oriental del Océano Pacífico.
Por vez primera, el presidente Obama tomó una decisión personal que afecta de lleno a la política militar y de Defensa de Estados Unidos, al presentar el pasado de enero en el Pentágono, y ante la Junta de Jefes de Estado Mayor, lo que los medios de prensa estadounidenses han dado en llamar la “nueva estrategia 2012”.
Esta nueva estrategia obedece a tres factores: (1) el final de un decenio de guerra continua en Irak y Afganistán; (2) la crisis fiscal que exige un gran recorte del presupuesto del Pentágono; y (3) lo que se estima como la creciente amenaza constituida por China e Irán. Aunque no se mencionó en la alocución de presentación del documento, existe un cuarto factor que también ha influido en su elaboración: la inminente campaña electoral de 2012. En ésta, Obama tendrá que afrontar una vez más las acusaciones del partido republicano de que su política debilita al Pentágono, lleva a Estados Unidos a un papel secundario en el concierto universal de las naciones y, sobre todo, no ejerce suficiente presión sobre Irán, convertido para muchos sectores de la opinión interna en el principal enemigo exterior, como lo fue en su tiempo la URSS, sobre el que construir el complejo edificio de la política internacional estadounidense.
Para contrarrestar esa opinión, Obama insistió en los logros obtenidos durante su mandato, como el fin de la guerra en Irak, la eliminación de Osama Ben Laden -el mítico enemigo contra el que se desencadenó la “guerra contra el terror” de Bush- y la caída del régimen del coronel Gadafi. Puso también de relieve que, al reducir los efectivos de los ejércitos, éstos se liberarían ya para siempre de los viejos esquemas de la Guerra Fría, porque a la vez que se incrementarán los recursos dedicados a la obtención y procesamiento de la inteligencia y a los sistemas de guerra cibernética, nuevas vanguardias de cualquier conflicto bélico del futuro.
Un asunto que ha levantado cierta polémica en Estados Unidos ha sido el abandono de la antigua estrategia calculada para sostener simultáneamente dos guerras convencionales, tal como el mismo Obama había expuesto en su anterior documento estratégico de 2010: “mantener la capacidad de derrotar a dos Estados agresores”. Muchos han sido los que en el Pentágono venían considerando que esto siempre había sido un pretensión irrealizable. Ahora la cuestión se plantea en otros términos: se aspira a mantener la capacidad de desarrollar una guerra con éxito y, a la vez, “hacer frente a otro agresor en otra zona, para impedir que alcance sus objetivos o imponerle un coste inaceptable para su victoria”.
En todo caso, las dos principales fuerzas capaces de combatir y ocupar territorios, el Ejército y la Infantería de Marina, sufrirán una reducción. Éstos han aumentado desde 2006, como consecuencia de las guerras en la que se han visto empeñados, y ahora se cifran aproximadamente en unos 550.000 soldados y 200.000 marines. La reducción prevista dejaría al Ejército con unos 520.000 efectivos, que incluso pudieran reducirse a 490.000. La Infantería de Marina también se verá afectada, aunque la renovada importancia estratégica que se concede al Pacífico hará que probablemente sean reforzadas algunas unidades, tanto las embarcadas como las que guarnecen las bases situadas entre Hawai y el continente asiático.
Ciertos aspectos humanos necesitan también ser tenidos en cuenta. El presidente del Center for Strategic and Budgetary Assessments mostraba su preocupación por quienes “son los que mantienen unido al Ejército”, soldados y mandos subalternos, que podrían verse en el paro después de haber sido, durante largos años “los que han llevado el peso de la nación en las guerras de los últimos decenios”.
En resumen, si durante largos decenios la estrategia básica del Pentágono ha consistido en su capacidad para sostener dos guerras simultáneas, la nueva Estrategia 2011 implica que tanto el Ejército como la Infantería de Marina verán reducidos sus efectivos, mientras se refuerzan los de las fuerzas de Operaciones Especiales y los servicios y agencias de obtención y procesamiento de información estratégica. Además, las guerras seudocoloniales (como las de Irak y Afganistán) dejan de ser una opción más entre las preferencias estratégicas de la superpotencia, cuyo interés se vuelca sobre todo al espacio Asia-Pacífico.
La cuestión no ha dejado de provocar controversia. Por una parte, el discurso oficial tiende a sugerir que no ha habido cambios radicales. El general Dempsey, jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor declaró que Estados Unidos podría sostener una guerra en Corea y a la vez afrontar problemas con Irán en el Golfo Pérsico. Añadió: “Nuestra estrategia siempre se ha basado en la capacidad de afrontar contingencias globales en cualquier momento y lugar en que se produzcan. En esto no ha habido cambios”. El Secretario de Defensa corroboró: “Podemos hacer frente a más de un enemigo al mismo tiempo”.
En el Congreso se han alzado voces discrepantes. El republicano Forbes, presidente del Comité de preparación militar aseguró que la nueva estrategia se había formulado basándose más en las reducciones presupuestarias que en las verdaderas amenazas que Estados Unidos debe afrontar: “En mi opinión, esto no es una estrategia para una superpotencia; es más bien una receta para la mediocridad”. A esta opinión se sumó el presidente del Comité de las fuerzas armadas: “Esta es una estrategia dirigida desde atrás, para una América que se queda retrasada. El presidente ha hecho aparecer nuestra retirada del mundo disfrazándola de estrategia nueva para ocultar la desinversión en nuestras fuerzas armadas y en la defensa nacional”.
Conclusión
Para iniciar con buen pie la nueva andadura estratégica que en Estados Unidos se anuncia con énfasis, parecen necesarias ciertas condiciones previas. En primer lugar, tanto el Gobierno como la oposición, y la variadísima opinión pública que este año se enfrentará en la nueva campaña electoral por la Presidencia, deberán admitir que los diez años de intervención militar de Estados Unidos en Oriente Medio y en Asia Central se han saldado con un fracaso en relación con los ambiciosos objetivos previstos inicialmente.
Objetivos abiertos, unos, como la democratización de unas sociedades regidas por el fanatismo o la dictadura, la eliminación de los tiranos, la mejora de las condiciones de vida de los pueblos invadidos, la implantación de Gobiernos libremente elegidos y la creación de unos Estados que irradiaran en torno suyo los valores universales de democracia y respeto a los derechos humanos.
Objetivos menos explícitos, otros, como el control de una región vital para el mundo industrializado por sus recursos en hidrocarburos; el sostenimiento de los dirigentes locales, complacientes con los intereses de Estados Unidos; la revitalización de una OTAN que, carente del enemigo que fue su razón de ser, busca nuevos objetivos y misiones convirtiéndose en una especie de policía militar mundial, ignorando los límites geográficos establecidos en su propio Tratado fundacional; o la contención de las nuevas potencias emergentes, que podrían poner en peligro la hegemonía de Estados Unidos y sus aliados, como son Irán, China o Corea del Norte.
Además, Estados Unidos deberá reconsiderar y reajustar su dependencia estratégica de los intereses de Israel, lo que con frecuencia le lleva a tomar decisiones basadas más en las aspiraciones momentáneas del Gobierno israelí de turno que en lo que a más largo plazo sirva para beneficiar al equilibrio internacional en ese vasto espacio donde el islam político parece reaparecer con un nuevo rostro, pero sembrando las habituales inquietudes en la opinión pública occidental. Ayudar a que emerjan sistemas políticos democratizados en el seno de unas sociedades que todavía conservan fuertes raíces teocráticas es una importante tarea, muy difícil de compatibilizar con las intenciones de un Gobierno israelí, enfermizamente obsesionado con su seguridad a toda costa y con los ojos cerrados ante las negativas consecuencias de muchas de sus decisiones en relación con el problema palestino. Estados Unidos no puede seguir ofreciendo al gobierno de Tel Aviv un cheque en blanco si todavía desea mostrar cierta supremacía sobre el resto del mundo.
Pese a todo lo anterior, no puede afirmarse con certeza que el Imperio Americano esté en su ocaso ni que estemos asistiendo al fin de un ciclo. Sobre todo, porque no existe todavía, ni de momento se anuncia su inminente aparición, la potencia que pueda llenar el espacio político, económico, militar y diplomático que hoy se controla desde Washington. Estados Unidos padece, como otros países, los efectos de la crisis económica que se gestó en su más profundo corazón financiero; además, sufre los efectos de los errores políticos y estratégicos que le han llevado a una sobredimensión de sus aspiraciones de control militar sobre vastos espacios del planeta. Y su papel rector se ha visto menoscabado por numerosos fracasos que han reducido su prestigio y su ascendiente moral sobre muchos pueblos. Lo que sí puede deducirse de todo lo anterior es que el anterior “orden mundial”, el que se fue configurando tras la desintegración del Pacto de Varsovia y la Unión Soviética, está entrando en una profunda crisis, donde nuevos países aspiran a posiciones hegemónicas, tanto por su creciente poder militar, como demográfico, económico o cultural.
En esta época de transformaciones es inevitable señalar un elemento de debilidad que puede agravar la situación: la inoperancia efectiva de Naciones Unidas para afrontar el cúmulo de problemas que hoy aquejan a la humanidad y su inherente incapacidad para ocupar los espacios de poder que se abren cuando se desencajan las piezas que conforman el puzle del poder mundial. De seguir así las cosas, habrá que analizar de qué modo se va a configurar el nuevo “desorden internacional” que está naciendo ante nuestra perpleja mirada y la manera como los Estados van a forcejear para situarse ventajosamente en él.
Este artículo está extraido del último Anuario 2012-2013 del CEIPAZ (Centro de Educación e Investigación para la Paz), titulado: Cambio de ciclo: crisis, resistencias y respuestas globales, el cual puede adquirirse o leerse enteramente en el siguiente enlace.

Alberto Piris es General de Artillería en la reserva