Esa Ucrania siempre dividida

Cuando en junio de 2008 un grupo de amigos recorríamos Ucrania en autobús, en el recorrido desde Odesa a Yalta se produjo un hecho singular que no nos pasó desapercibido. El vehículo tuvo que detenerse en lo que a todas luces era un puesto fronterizo, donde además de la rutinaria revisión de pasaportes se advertía que la bandera ucraniana (dos bandas horizontales, azul y amarilla) había sido reemplazada por la de la República Autónoma de Crimea: blanca con franjas azul y roja. Allí acababa Ucrania y empezaba Crimea. Nada similar ocurría en ningún otro lugar del territorio ucraniano.

Estábamos cruzando una frontera entre dos países distintos, con distintos parlamentos y constituciones. Ya entonces se percibía en Crimea un sentimiento de orgullo por ser diferentes al resto de Ucrania y por mantener una relación más estrecha con Rusia, cuya bandera ondeaba no solo en las instalaciones de la flota rusa del Mar Negro en la base naval de Sebastopol, sino también en algunos edificios privados, de modo parecido a como en EE.UU. algunos ciudadanos hacen ostentación de la bandera nacional en sus viviendas.

Todo en Crimea parecía relacionado con Rusia. Ya desde mediados del siglo XVIII Catalina la Grande había ido entregando posesiones en la península a sus principales cortesanos peterburgueses, incluso antes de que en 1783 la anexionara directamente al Imperio. Crimea se convirtió en el paraíso de sol y residencias de ocio veraniego del que gozaban los aristócratas cuando huían de los inviernos de San Petersburgo para solazarse a orillas del mar Negro. Destacados artistas y escritores rusos contribuyeron a mitificar la belleza de la península, el verde esplendor de su interior y la luminosidad de sus costas.

Años después, esos mismos balnearios fueron gestionados por el régimen soviético que premiaba a los miembros del Partido y a los trabajadores más leales y esforzados con estancias en los lugares donde años antes habían exhibido lujo y riqueza los grandes duques y otros potentados. Crimea concentra hoy un variado atractivo turístico: ciudades bizantinas trogloditas, ruinas griegas, palacios rusos, castillos genoveses y cavernas para submarinos nucleares soviéticos.

Recorriendo Ucrania se advierten muchos vínculos estrechos con Rusia, aunque no tan concentrados geográficamente como en Crimea. Lo que sería el futuro imperio ruso nació en Kiev; fue el príncipe Vladimiro el primer monarca que organizó un Estado eslavo y eligió, como instrumento político, la religión que habría de sustituir al anterior paganismo oficial, obligando a sus súbditos a bautizarse en las aguas del Dnieper bajo la bendición de los clérigos ortodoxos que desde Bizancio había hecho venir su esposa, la hija del emperador. El pueblo eslavo se hizo entonces ortodoxo, influencia que perdura hasta hoy.

Pero también se perciben los signos de la división. Hasta que Ucrania alcanzó su unidad e independencia dentro de la URSS, durante varios siglos el país se vio dividido y sometido a múltiples influencias exteriores que lo desgarraron. De esto es ejemplo el hecho de que durante la 1ª Guerra Mundial, el centenario de cuyo comienzo se conmemora este año, una mayoría de ucranianos luchó bajo las banderas del zar ruso, pero muchos otros combatieron en el ejército austrohúngaro, porque parte de lo que hoy es Ucrania estaba regida desde Viena.

La Revolución Rusa y la Guerra Civil que la siguió dividieron también a Ucrania, en cuyas zonas orientales, más industrializadas, el proletariado poseía mayor fuerza y mejor organización. Jarkov en el este y Lviv en el oeste eran el centro de dos mundos distintos, políticamente hablando. Ambas partes sufrieron por igual, no obstante, la terrible hambruna que azotó al país en 1932-33 y fueron víctimas de las purgas del terror estalinista. El pueblo de Ucrania había mostrado una inveterada aversión a la población judía, pero fue durante los tres años de ocupación nazi en la 2ª Guerra Mundial cuando su exterminio alcanzó el ápice, con la activa participación de bastantes ucranianos.

Sobre ese castillo de naipes en difícil equilibrio que ya era Ucrania durante la llamada “revolución naranja”, que sustituyó un régimen corrupto por otro igualmente corrupto pero de distinto signo, se ha ejercido una irreflexiva presión, primero desde el Oeste (Bruselas y Washington) y luego desde Moscú, como reflejo defensivo. Pedir que “Rusia ponga freno a la escalada”, como escribía el Secretario General de la OTAN el lunes pasado, solo es atribuible a observar el panorama ucraniano a través de la polarizada lente de la Alianza Atlántica. Putin no inició la escalada, si esta palabra puede aplicarse a lo ocurrido desde que la revuelta popular puso fin al gobierno salido de las urnas. La verdadera escalada se inició cuando se intentó deslumbrar al pueblo ucraniano con las supuestas ventajas de la vinculación a Europa y el rechazo a Moscú, sabiendo que la respuesta no habría de ser homogénea sino que introduciría un peligroso germen de fragmentación que podría conducir a la guerra civil.

En esta situación ¿alguien en Washington ha considerado que lo más oportuno era enviar al jefe de la CIA de visita a Kiev? Putin podrá adolecer de bruscos reflejos kremlinianos pero se está demostrando que en Europa y en EE.UU. manca finezza para abordar el problema ucraniano y sobran primarios reflejos ofuscados.