El Triángulo de las Bermudas se traslada a nuestras costas

Publicado en InfoLibre.es

El Triángulo de las Bermudas se sitúa geográficamente entre las islas del mismo nombre, Puerto Rico y Miami. Varios escritores lo elevaron a la categoría de mito maléfico, al divulgar y convencer a sus lectores de que, en sus aguas, desaparecían misteriosamente numerosas embarcaciones e incluso aviones que sobrevolaron la zona. Los avances de la navegación parece que han hecho descender e incluso desaparecer esta leyenda. Las causas de los naufragios se atribuyeron a seres extraterrestres, fuerzas paranormales, puertas que llevan a otra dimensión e incluso interferencias electromagnéticas. Lo cierto es que se ha cobrado una ingente cantidad de vidas.

A la vista de lo que estamos contemplando a diario en los informativos y medios de comunicación, se puede afirmar que sus malos presagios se han trasladado a nuestros mares. El Triángulo de la Muerte lo podemos situar en las aguas comprendidas entre el Norte de África, Grecia, España e Italia. El Mare Nostrum de los romanos, cuna de la civilización, se ha convertido en un cementerio de seres humanos, engullidos por la indiferencia, la hipocresía y la pasividad de los países ribereños y de la Europa continental. En el presente, nadie puede escudarse en el cómodo misterio de lo inexplicable. Sabemos que no se trata de un fenómeno paranormal sino de una cruda realidad que no se quiere abordar en toda su dimensión. Resulta indignante comprobar que solo se ponen en marcha medidas represoras y de asfixia económica contra las organizaciones humanitarias que se lanzan al mar para rescatar a los desesperados que no dudan en jugarse la vida, con tal de poder arribar a una tierra firme que les libre de la muerte y les permita comenzar una vida diferente que esperan convertir en un futuro esperanzador.

Las autoridades tratan de evadirse del problema, derivando conjuntamente la responsabilidad de la tragedia a las “mafias” que se dedican a transportar, en condiciones extremadamente peligrosas, a los que buscan, esperanzadamente, la “tierra prometida”. Trafican con seres humanos y por supuesto deben ser perseguidos y castigados. Los datos estadísticos de las condenas de estas redes resultan ridículos ante el ingente número de embarcaciones y personas que se traga el mar por culpa directa de los mercaderes. Se aprovechan de una política migratoria que conociendo las raíces del problema se limita a la aplicación de leyes punitivas, extendidas inconcebiblemente a los generosos y solidarios, hombres y mujeres que fletan barcos y se exponen a ser detenidos y encarcelados como delincuentes.

Resulta cuanto menos patético contemplar la pasividad y la complicidad de nuestros civilizados y avanzados Estados, que firman tratados humanitarios pero permanecen insensibles ante salvajadas como la protagonizada en Libia por un siniestro personaje que se autodefine como el Mariscal Haftar, que ha ordenado bombardear un campamento de refugiados, hecho que nadie duda en calificar como crimen de guerra, causando infinidad de muertos deliberadamente escogidos como objetivo militar. Que sepamos  todavía no existe una orden de detención internacional de la Fiscalía del Tribunal Penal Internacional y, lo que es peor, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas permanece impasible.

El mar y sus Estados ribereños no pueden convertirse en territorios sin ley o con leyes aberrantes que se descalifican por su contenido y por sus objetivos. El mar es el espacio de la superficie terrestre que, paradójicamente alberga la mayor cantidad de seres vivos que habitan nuestro planeta y se ha convertido en el mayor cementerio de desaparecidos. Desde hace siglos, los Estados, aún antes de establecer las reglas para una convivencia entre las naciones, se preocuparon de regular la utilización de los espacios marítimos para evitar la ley de la jungla. Las especies marinas se devoran las unas a las otras como una necesidad para su subsistencia, los seres humanos contemplamos impávidos cómo las aguas engullen a personas que esperan llegar a una costa que les ofrezca, por lo menos, un lugar seguro para sus vidas.

Los redactores de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, sacudidos por la tragedia de la II Guerra Mundial, clamaban desesperadamente para que todas las naciones proclamasen su fe en los derechos fundamentales de los seres humanos, de su dignidad y el valor de la persona humana. Se han olvidado los derechos humanos e ignorado las claras advertencias sobre los males que nos acechan, si no cumplimos sus recomendaciones. A la vista de lo que estamos consintiendo, es evidente que suena a hueco el artículo de la Declaración que proclama que toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado y sobre todo el derecho a salir de su propio país. No siempre los derechos son reales y efectivos. La frialdad de los políticos los convierte en utópicos y retóricos. Es innegable que el fenómeno de la inmigración debe ser regulado, pero no a costa de sacrificar o relegar al olvido los derechos humanos.

Existen instrumentos legales internacionales, como la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (Montego Bay, 10 diciembre de 1982), que proclaman la necesidad de un orden jurídico para los mares y océanos. Protege a las embarcaciones y a las personas que se encuentran a bordo, en aguas internacionales o alta mar, pero también cuando entran en la aguas jurisdiccionales del Estado ribereño. Pero muchos gobiernos olvidan lo más importante. La Convención impone el deber de prestar auxilio a toda persona que se encuentre en peligro de desaparecer en el mar (Art. 98.1 a). El Anexo VI de la Convención crea en Hamburgo un Tribunal Internacional sobre el Derecho del Mar que tiene competencia para conocer de los incumplimientos de la Convención e imponer sanciones.

En nuestro Triángulo de las Bermudas no hay misterios ni fuerzas extraterrestres, todo responde a unas realidades perfectamente conocidas y constatadas por los que manejan y dirigen la política migratoria europea. Nadie discute que un punto de actuación efectivo es contribuir al desarrollo de los países africanos, sobre todo cortando de raíz los abusos de las empresas multinacionales que explotan y arrasan con la riqueza de sus territorios. También sabemos que la iniciativa no puede realizarse de un día para otro y que llevará tiempo, pero si se actúa con eficacia y compromiso sus efectos sobre la disminución del flujo migratorio serán cuantitativamente constatados.

El problema no se va a eliminar de raíz. El ser humano siempre buscará nuevos horizontes, como lo demuestra el hecho de la fuerte emigración de nuestros jóvenes universitarios y de gente preparada hacia otros países en busca de mejores perspectivas.

El siguiente punto de atención sólo exige un poco de decencia y coherencia política, poniendo el acento en las sanciones a los Estados que tratan de forma inhumana a personas que tienen derecho a que su dignidad sea respetada. Se puede presionar a los Estados para que los que llegan a sus territorios sean tratados como seres humanos. Es posible poner en marcha una emigración ordenada sin dejarlos indefensos en manos de gobiernos corruptos y criminales, como las facciones que se reparten el poder en Libia.

El tercer foco consiste en controlar a los grupos que, a la luz, sin tapujos y con el consentimiento y aquiescencia de los países ribereños, disponen de grandes embarcaciones neumáticas, imposibles de disimular si se efectúa una mínima vigilancia y se evitan las salidas con rumbo casi siempre incierto y peligroso. Explotan económicamente a los emigrantes, atenazados por la tesitura de quedar en el borde del camino y no poder alcanzar su objetivo o jugarse la vida antes que reconocer su fracaso. No cabe solo actuar cuando ya las embarcaciones están en la mar.

No se puede seguir tolerando el cinismo de muchos países, entre ellos el nuestro, que reaccionan prioritariamente frente a las organizaciones humanitarias que tratan simplemente de salvar aquellos que han optado por una decisión irremediable y sin retorno y que no pueden ser insensibles al riesgo vital de las personas a las que ayudan y socorren. Mantener en los foros internacionales que las organizaciones humanitarias contribuyen a fomentar la migración es tan injusto, hipócrita y sangrante como considerar que la existencia de un cuerpo de bomberos es la causa de los incendios. Considerarles como autores de un delito de trata de seres humanos cubre de ignominia a aquellos países que utilizan el Derecho penal contra personas generosas, dignas y solidarias.

Los actuales movimientos fascistas esgrimen como reclamo para atraer votos los supuestos peligros de la emigración. Uno de los personajes más emblemáticos de estas corrientes renacidas es el excéntrico e impresentable ministro del Interior de Italia, Mateo Salvini. Quizá el más peligroso de los fascistas de la época de la comunicación digital. Su cinismo alcanza cotas inimaginables en tiempos recientes. El acto de acusar a la capitana alemana de un buque de salvamento que tuvo un roce con una embarcación de la Guardia de Finanzas como la autora de un acto de guerra solo es capaz de realizarlo un político que, montado en la cresta de la ola, considera a sus compatriotas y al resto de los europeos como imbéciles o mentecatos. Menos mal que los jueces italianos han conseguido reconducir la situación, lo que les ha acarreado la ira de este nuevo líder pendenciero y emergente del fascismo de nuevo cuño.

Estos nuevos personajes, representantes del integrismo, la intransigencia y la inhumanidad, deben ser erradicados de la vida política porque suponen un peligro para la subsistencia de sociedades civilizadas. Caminamos por senderos turbulentos. Nuestro Triángulo de la Bermudas engulle las ilusiones y los cuerpos de muchos seres humanos víctimas de esta tragedia. Sería catastrófico que también se tragase nuestras conciencias, nuestro sentido de la solidaridad y la propia democracia. Si esto sucede, espero que, como le sucedió a Jonás, la ballena nos devuelva estos valores.

Me congratula que el Premio Nobel Mario Vargas Llosa haya pedido, en un reciente artículo, el Premio Nobel de La Paz para la capitana del barco alemán detenida en Italia. Habría que incluir en el galardón a todos los que navegan, dedican sus esfuerzos y arriesgan su seguridad personal para salvar las vidas de mucha gente, hombres, mujeres, y madres embarazadas. El señor Salvini es contrario al aborto pero no le tiembla el pulso y le inunda la ira cuando estos ejemplares ciudadanos, que dignifican la naturaleza del ser humano, salvan a una mujer embarazada.

Una necesaria matización. No me parece una buena idea el otorgamiento del Premio Nobel de La Paz si tenemos en cuenta algunos de los personajes que han sido distinguidos con este galardón en tiempos recientes. Me parece que todos son acreedores, con más rigor y sentido de la justicia, al Premio Nobel de la Dignidad, porque ellos están salvando la libertad y la dignidad de todos nosotros. Y ¿por qué no el PremiPrincesa de Asturias de la Concordia?

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José Antonio Martín Pallín es abogado de Lifeabogados, magistrado emérito del Tribunal Supremo y comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra)