El rey se sitúa al margen de la Constitución

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El comunicado de la Casa Real, que lleva fecha del 17 de septiembre, transmite a los ciudadanos que, después de realizar las consultas preceptivas que impone la Constitución, ha constatado que no existe un candidato que cuente, en el momento de terminar las consultas, con los apoyos necesarios para que el Congreso de los Diputados, en su caso, le otorgue la confianza. En consecuencia, resuelve no proponer a nadie. La decisión nos sitúa ante una delicada y grave situación que altera la esencia de nuestro sistema político constitucional.

Según el artículo primero del texto constitucional, la forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria. La soberanía nacional reside en el pueblo español representado en las Cortes Generales por el Congreso de los Diputados y el Senado. Por tanto será el Parlamento el que tenga la última palabra, sobre todo en decisiones tan trascendentales como la investidura de un presidente del Gobierno o la convocatoria de unas nuevas elecciones. En puridad, lo que el rey ha constatado es la posición genérica y sin detalles de los representantes de los diferentes partidos políticos que componen el arco parlamentario. Como es lógico, no es el momento adecuado para entrar en detalles que están reservados a los posibles cambios estratégicos y al resultado de las intervenciones y debates en la sesión parlamentaria de investidura.

Estos contactos le han permitido comprobar y valorar que, posiblemente, pero no con una seguridad absoluta, estábamos abocados a un investidura frustrada. Lamentablemente, mal aconsejado por sus asesores y servicios jurídicos, el monarca ha entendido que la constatación abstracta de las posiciones que, a priori, se iban a mantener en el Congreso de los Diputados le permitía abstenerse de designar un candidato para la investidura. La interpretación que hace la Casa Real del artículo 99 de la Constitución resulta totalmente equivocada y contraria a los principios constitucionales. Seguramente una lectura más reposada y menos intervencionista por parte de los integrantes de la Casa del Rey les hubiera llevado a la conclusión de que el artículo 99 no le concede la facultad de prescindir de la propuesta de un candidato hasta que se agoten los plazos marcados por la ley.

Es suficiente con una lectura literal del apartado 4 del artículo 99 de la Constitución para entender que el rey no tiene la facultad o no puede arrogarse la facultad de prescindir, por su propio imperio, de la obligación constitucional de formular una propuesta de candidato a la presidencia del Gobierno. Reproduzco su contenido para que los lectores saquen las oportunas consecuencias. El apartado 4 del artículo 99 dice textualmente: “Si efectuadas las citadas votaciones no se otorgase la confianza para la investidura, se tramitarán sucesivas propuestas en la forma prevista en los apartados anteriores”. Es decir, el rey es un simple testigo de la posición inicial, antes de entrar en la sesión de investidura, de las intenciones de los diferentes partidos políticos. No le corresponde hacer sumas, y mucho menos cábalas, sobre lo que puede acontecer en un Parlamento en el que, a pesar de los malos hábitos de la política española, todos los diputados tienen libertad de voto y mucho más en las cuestiones de investidura.

EN PURIDAD, LO QUE EL REY HA CONSTATADO ES LA POSICIÓN GENÉRICA Y SIN DETALLES DE LOS REPRESENTANTES DE LOS DIFERENTES PARTIDOS POLÍTICOS QUE COMPONEN EL ARCO PARLAMENTARIO

El rey, conforme al artículo 62 de la Constitución, tiene la facultad de convocar y disolver las Cortes Generales y convocar elecciones, pero conviene resaltar “en los términos previstos en la Constitución”. También tiene la obligación de proponer un candidato a la Presidencia del Gobierno. Creo que no ha cumplido con ninguna de estas facultades y obligaciones que le impone la Constitución.

Pero en mi opinión la culpa no es exclusiva del jefe del Estado. La presidenta del Parlamento tiene la obligación de velar por el papel prioritario de la representación parlamentaria, en momento tan trascendental como es el de la investidura de un presidente del gobierno. Si desconocía los antecedentes de la posición del Tribunal Constitucional –hasta ahora, que se sepa, máximo intérprete de la Constitución– podía haber solicitado de sus servicios jurídicos un informe sobre las consecuencias de sustraer al debate parlamentario, a la argumentación, al diálogo y a los posibles cambios producidos en sede parlamentaria, la decisión última y también, por qué no decirlo, la responsabilidad de que se hubiese agotado el plazo y necesariamente hubiera que disolver las Cámaras y convocar unas nuevas elecciones.

El Tribunal Constitucional ha tenido oportunidad de pronunciarse sobre este tema (sentencia 16/1984 de 6 de febrero y otras) y sobre las cuestiones constitucionales que suscita una investidura. Ha proclamado que nuestro sistema parlamentario responde al modelo de lo que se ha dado en llamar “parlamentarismo racionalizado”, que prevé igualmente la posibilidad de que, de las diversas propuestas que se efectúen, no resulte la investidura de candidato alguno. En tal caso, la solución que debe adoptarse no es la disolución de las Cámaras, sino la de proponer al candidato que designe el partido político que cuente con mayor número de escaños. Si a esto unimos lo que hemos expuesto sobre la obligación constitucional de agotar la designación de candidatos, llegaremos a la conclusión de que la decisión del rey se ha situado al margen de la Constitución, lo cual constituye un grave precedente, que sitúa al parlamentarismo en una papel secundario. En todo caso, deberían haberle advertido de esta posibilidad antes de pronunciarse por la negativa.

En nuestro sistema parlamentario, el candidato, según interpreta el Tribunal Constitucional, sería el del partido con más número de escaños. Tendría que presentarse a la investidura, proponer su programa de gobierno, y abrir la posibilidad dentro de lo que los juristas llamamos la voluntad ambulatoria, es decir cambiante, según las propuestas y los argumentos expuestos, de valorar en ese momento solemne si considera conveniente enrocarse en una posición que ya había manifestado o podía abrir algún resquicio a ofertas que pudiera hacer meditar y valorar al resto de los partidos políticos su posición.

No se puede descartar que, en el curso del debate parlamentario, algunos partidos, a la vista de los discursos, de los argumentos, de los razonamientos e incluso de las posibles suspensiones temporales de la investidura para reuniones de urgencia, pudieran llegar a soluciones de consenso; por ejemplo de un pacto de legislatura sobre determinados puntos o, desde otro espectro ideológico, de algunos pactos de Estado, lo que hubiera permitido o abierto la posibilidad de que con los ajustes o cambios impuestos por la racionalidad, y no por el empecinamiento, se pudieran acordar, en aras de evitar unas nuevas elecciones, la puesta en marcha de un gobierno cuya actividad es urgente ante los acontecimientos que tiene que afrontar el frente internacional y los peliagudos asuntos internos. Pensemos en el brexit, la sentencia de los políticos catalanes y ahora, de forma inesperada, la crisis del petróleo que puede elevar el barril de Brent hasta extremos que pongan en riesgo las previsiones económicas que no habían contemplado este acontecimiento.

En cualquier país democrático consolidado, este sería el camino que habría que recorrer; y también está consagrado, como hemos dicho, en nuestra Constitución, y refrendado por el propio Tribunal Constitucional, que es el máximo intérprete de la Constitución.

A la vista de todo lo sucedido he llegado a la conclusión, que seguramente no todos comparten, de que no somos una monarquía parlamentaria sino una monarquía con Parlamento. Modelo muy diferente, que subvierte el sistema de valores y contradice la esencia de la democracia representativa, que no es otro que el reconocimiento de que la soberanía reside en el pueblo y se encarna en el Parlamento.

Escribo estas líneas hoy, miércoles 18 de septiembre, a cinco días del plazo final para la disolución de las Cortes y convocatoria de nuevas elecciones, que expira el próximo día 23. Hay tiempo, escaso, para recapacitar y volver a la senda constitucional. Este debería ser el objeto de reflexión de unos políticos que piensen en el interés general durante este precario plazo. Entiendo que el tiempo apremia, pero la voluntad y la capacidad de decisión de los seres humanos que en este momento ostentan la condición de parlamentarios pueden rectificar y encontrar una vía de solución. Lo que no puede aceptarse, por situarse al margen de la Constitución, es la decisión del rey, disolviendo de facto las Cortes Generales al decidir que no propone, en contra del texto constitucional, a ningún candidato a la Presidencia del Gobierno.

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José Antonio Martín Pallín es magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra). Abogado de de Lifeabogados.