El difícil desarme de las milicias libias

La Historia muestra que en innumerables ocasiones los pueblos se alzan en armas y, formando milicias populares, se enfrentan a los ejércitos profesionales al servicio del Gobierno. Ha ocurrido en Libia, pero también ocurrió con las milicias norteamericanas dirigidas por Washington, que de ser tropas auxiliares al servicio de la Corona británica se convirtieron en las fuerzas armadas del nuevo Estado independiente. En este caso, las milicias ya disponían de una cierta estructura militar, cuadros de mando, formación táctica y bases logísticas, por lo que su transformación se produjo principalmente en el plano mental, en un cambio de lealtades, al repudiar la corona de Jorge III y convertirse en el Ejército de los nuevos Estados Unidos de América.

No siempre las milicias se sustentan en algún tipo de organización militar preexistente, aunque sólo se trate de estructuras políticas paramilitares o de asociaciones con fines deportivos o sociales. En ocasiones, surgen de la nada. Así ocurrió con las guerrillas que en España se alzaron contra la ocupación francesa de la Península, y que nacieron como expresión de cierta voluntad popular, aunque manipulada por quienes mejor podían influir sobre unas masas campesinas, por lo general incultas, desinformadas y fanatizables. Esto, por supuesto, sin olvidar el protagonismo de algunas fracciones del ejército regular que contribuyeron a encuadrar, armar e instruir a los guerrilleros y -como en el 2 de mayo madrileño- fueron los detonadores que avivaron la explosión de la lucha general contra el invasor.

Muchos años después, al producirse en 1936 la sublevación militar contra el Gobierno de la República, apareció por toda España un gran número de milicias que, con mejor o peor suerte y con mayor o menor habilidad militar, se enfrentaron con armas a las guarniciones que en numerosas ciudades se rebelaron contra la legalidad vigente. La actuación autónoma, anárquica y dispar de muchas de esas milicias se convirtió en un grave quebradero de cabeza para el Gobierno de la República, y ya en septiembre el mismo año se organizó su incorporación voluntaria al Ejército, “teniendo en cuenta que las milicias populares han sido la base de la contención del levantamiento militar y serán en su día el Ejército de la nación”, como exponía el decreto correspondiente. La transformación de las milicias en ejércitos es siempre un arduo problema en cualquier país, raras veces resuelto sin recurrir a la violencia. Los que se han acostumbrado al poder que confiere el armamento libremente utilizado no se resignan a deshacerse de él.

Este es el problema con el que ahora se enfrentan las autoridades libias. En ese país fueron muchos los ciudadanos que se alzaron contra el régimen de Gadafi y se organizaron espontáneamente en diversas milicias cuya actividad todavía preocupa al Gobierno. Éste no se enfrenta, pues, a un problema inédito, sino a algo que ya ha ocurrido antes en muchos lugares y en numerosas ocasiones y para el que no es preciso descubrir nuevas fórmulas.

Lo que más ha llamado la atención internacional sobre este conflicto ha sido el ataque contra el consulado de EE.UU. en Bengasi, donde murió el embajador de este país. Días después, una muchedumbre irritada recorrió en algarada la ciudad y expulsó violentamente a algunos grupos de milicianos, causándoles una decena de muertos. En vista de todo ello, el mando militar libio ha designado a oficiales del Ejército para ponerlos al mando de dos importantes milicias yihadistas, atendiendo así a los deseos de gran parte de la población, cansada de los abusos producidos por algunas milicias.

El general jefe de la guarnición de Bengasi, tras lamentar la muerte de milicianos en los enfrentamientos populares, ha declarado que “el Gobierno posee ahora el control de las calles”. No obstante, tanto el general como las autoridades policiales se enfrentan a la excitación popular que barrió a las milicias y las expulsó de la ciudad, y temen una ola de acciones anárquicas a las que difícilmente pueden enfrentarse, pues carecen de la fuerza necesaria para hacerlo. Uno de los dirigentes de la revuelta callejera contra las milicias declaró: “Ellos no son mala gente, son buenos y han salvado a Libia. Pero ya llega el momento de que el ejército y la policía ejerzan sus legítimos poderes. No se puede construir un país a base de milicias”.

En pura teoría nada hay más democrático para la defensa de un Estado que una milicia que nazca del pueblo y se sostenga en él, aunque, como también sucede en EE.UU., sea esta teoría la que todavía sustenta, en extraño anacronismo, el derecho de todo ciudadanos a portar armas, con las graves consecuencias que esto acarrea hoy a la sociedad. Pero el uso habitual de las armas suele envilecerse a menudo, arrastrado por su inherente violencia, y llega a desbordar los mejores deseos de los legisladores, del mismo modo como la naturaleza humana choca frontalmente contra el ingenuo deseo expresado en el artículo 6 de la Constitución Española de 1812, que obligaba a los ciudadanos a “ser justos y benéficos”.