Desde el islam a Occidente

Un largo viaje que se inició en Somalia y de momento ha concluido en EE.UU., con estancias intermedias en varios países africanos, asiáticos y europeos, ha sido el itinerario geográfico de una mujer somalí, Ayaan Hirsi Ali (Mogadiscio, 1969), cuyo último libro, Nómada, debería ser de lectura obligada para los que teorizan sobre las relaciones entre el islam y Occidente. Cuestión que lleva dando mucho que hablar desde hace ya varios años.

Es aún más arduo y apasionante su itinerario mental, al abandonar deliberadamente la cultura nativa y desprenderse de la opresiva carga religiosa con la que inició su andadura vital, para asumir los valores del mundo donde deseaba vivir. Ha sobrevivido a una transformación que difícilmente puede comprender quien no haya experimentado algo semejante y que la autora refleja en un texto donde se entrelazan, con maestría propia de una escritora especializada en cuestiones sociales, la narración de la realidad vivida por ella día a día y las reflexiones sobre el contraste entre dos maneras radicalmente distintas de entender la vida y el mundo.

En el ámbito familiar, Ayaan creció y fue educada en el asfixiante mundo que el rigorismo religioso islámico destina a las mujeres; en el ámbito social, le tocó crecer en la cerrada sociedad tribal de los clanes somalíes, donde la personalidad se diluye en el grupo y donde especialmente la mujer ocupa un escalón apenas superior al de los animales domésticos en lo relativo a decidir su propio destino.

Ayaan dice haber conocido en Occidente “muchas buenas personas” que ayudan a los refugiados, reprenden a sus conciudadanos o a sus Gobiernos por no participar más intensamente en ese proceso, dan dinero a organizaciones filantrópicas y “luchan por ayudar a las minorías a conservar sus culturas”, incluida la religión.

Reconoce que todo ello obedece a intenciones benévolas pero no vacila al afirmar la futilidad de sus esfuerzos para ayudar a los musulmanes y a otras minorías, porque al posponer o prolongar el proceso de su transición a la modernidad, y crear la ilusión de que uno puede regirse por las normas tribales y a la vez convertirse en un ciudadano normal del país de adopción, “los defensores del multiculturalismo encierran a las generaciones posteriores, nacidas en Occidente, en una tierra de nadie de valores morales”.

Su perspectiva incide, sobre todo, en la visión del mundo femenino en las sociedades islámicas: “incubadoras de hijos” son para ella las mujeres en la cultura tradicional. Viviendo y trabajando en EE.UU., se sorprende al observar “muchachas cubiertas con túnicas o vestiduras hasta los tobillos y con gruesos pañuelos alrededor de la cabeza, empujando cochecitos por las calles de las ciudades americanas”. Lo considera como un termómetro de su convicción religiosa y de la profunda aceptación de la vida como “sumisión” (significado de la palabra “islam”) así como del “creciente intento de control social de las mujeres musulmanas que pudieran desviarse fácilmente del buen camino”.

Lo atribuye al renovado esfuerzo misionero de grupos financiados y apoyados por Arabia Saudí, que propagan el islam más integrista: si en 1994 en un 54% de las mezquitas de EE.UU. se aislaba a las mujeres tras una pared, donde podían escuchar la predicación del imán pero no verle, al escribir el libro en 2010 ese porcentaje había subido al 66%. Por ello y otras razones análogas opina que es “un craso error la complacencia reinante en EE.UU. hacia el islam”.

Si se tiene en cuenta que un 26% de los musulmanes jóvenes de EE.UU. considera que los atentados suicidas están justificados para defender al islam, no es fácil rebatir la opinión de la autora cuando subraya el peligro de “la colisión básica entre los valores subyugantes y colectivistas del islam y los valores libertarios e individualistas del Occidente democrático”.

Los recientes atentados perpetrados por fanáticos islamistas y los brutales asesinatos del llamado Estado Islámico, que ya se extiende sobre Irak y Siria con peligrosos brotes en otros países asiáticos y africanos, han reavivado la vieja polémica entre el “choque” y la “alianza” de civilizaciones.

La conclusión a la que se llega tras leer el libro comentado es clara: en las actuales circunstancias esa alianza es prácticamente imposible y el choque resulta inevitable. Occidente asumió hace ya tiempo las bases ideológicas de la Ilustración que impregnaron su moral, sus costumbres y su modo de entender la convivencia humana, mientras que las sociedades islámicas permanecen rígidas dentro de las normas impuestas por un libro sagrado y las creencias inamovibles que estableció el profeta como mensajero de un dios que ya no volvió a hablar.

El libro no aporta soluciones concretas, como es natural en un problema tan enrevesado, aunque apunta direcciones en las que avanzar. A las sociedades occidentales les corresponde encontrar el modo de reducir el creciente enfrentamiento entre dos culturas tan poco compatibles, dentro de las normas democráticas que han permitido a sus pueblos, tras tanta sangre derramada, conocer el verdadero sentido de la libertad personal y de los derechos humanos.