El historiador británico John H. Elliott, que tan brillantemente ha estudiado el Imperio español en varias de sus obras, hacía hincapié en la importancia que en el siglo XVII tenía la “reputación”. Con palabras más apropiadas para hoy, diríamos que era preocupación primordial de los gobernantes salvar la cara, evitar humillaciones y conservar alto el prestigio de su país ante las demás naciones.
La tan anhelada reputación se apoyaba básicamente en el poder militar; la guerra era tenida como un hecho natural en el desarrollo de la sociedad, y la habilidad de reyes y gobernantes estribaba en emprenderla con las mayores garantías de éxito. Baltasar de Zúñiga y Velasco, siendo ministro de Felipe IV, aconsejaba así a su rey: “Una monarquía, en mi sentir, cuando ha perdido la reputación, aunque no haya perdido el estado [sic], será un cielo sin luz; un sol sin rayos; sin espíritu, un cadáver”. No era simple retórica. Zúñiga era entonces un estadista con amplia experiencia en asuntos internacionales y se esforzaba en abordar con realismo la situación comprometida en que se encontraba España, afrontando la reavivada rebelión en Flandes. Creía firmemente que la reputación era una de las armas más necesarias en la panoplia de una gran potencia.
Para Elliott, el error estratégico que a la larga contribuyó a agravar y acelerar el declive del imperio consistió en que los gobernantes españoles no supieron entender los nuevos parámetros en los que se basaba el estatus de una gran potencia (comercio, finanzas, diplomacia, etc.) y siguieron dando prioridad al tradicional binomio “guerra más reputación”, con el que se había iniciado y sustentado la gloriosa era imperial que culminó con Felipe II. No está de más recordar que sus vestigios seguían vigentes a mediados del s. XIX, como muestra la conocida expresión de que “España prefiere tener honra sin barcos a barcos sin honra”, lo que de poco habría de servirnos en los enfrentamientos navales contra las nuevas potencias que pugnaba por el dominio de los mares.
El heterogéneo conglomerado de pueblos y territorios gobernados desde Madrid exigía algo nuevo. Los arbitristas y “regeneradores” de la época abogaban por reducir la extensión y el enorme coste (humano y económico) del compromiso imperial, pero los gobernantes no eran capaces de afrontar la pérdida de reputación que implicaría abandonar provincias y regiones del imperio, cuando el conde-duque de Olivares, sobrino de Zúñiga, se comprometía ante Felipe IV a “restaurar la majestad de la monarquía”.
El peso de la reputación no dominaba solo la política del Estado; permeaba también el sentimiento de gran parte de la población, convertido en una exagerada estima del llamado “honor” personal, que llegó a ser un tabú nacional. El que no nacía noble, aspiraba a ello y se tenía por “hijo de algo”, hidalgo. Esto, además, ahogó de raíz una aspiración de Olivares para regenerar a España y ponerla a la altura de las nuevas potencias emergentes: la de “dedicar todos nuestros esfuerzos a convertir a los españoles en comerciantes”. ¡Fallido empeño en tierra de hidalgos!
Para los españoles de hoy, todo lo anterior nos podría ayudar a entender mejor el nuevo conflicto creado por Corea del Norte, en el que, por encima del peso atribuido a las nuevas tecnologías, misiles, armas nucleares y amenazas sin cuento, el factor decisivo que lo ha desencadenado es, una vez más, el culto a la “reputación”. En este caso, multiplicado y acentuado porque nace y se inculca a un pueblo empobrecido, que se siente humillado, gobernado tiránicamente, sumido en una endémica crisis económica y cuyos gobernantes están habituados a mirar de reojo al exterior (ayer a Moscú, hoy a Washington y Pekín), sea para asumir las imposiciones internacionales, sea para recibir las necesarias ayudas, que a menudo humillan como limosnas. “Pobre, pero orgulloso”, la altanera expresión del hidalgo venido a menos, nos permitiría entender hasta cierto punto la reacción norcoreana frente a las potencias extranjeras.
Unas maniobras combinadas de los ejércitos de EEUU y Corea del Sur han sido tomadas como un insulto al honor del Gobierno de Pionyang, una herida sufrida en su reputación, a lo que ha respondido poniendo en “modo de combate” sus fuerzas ofensivas y anunciando que las bases de EEUU en el Pacífico y en el territorio americano estarán en el punto de mira de sus misiles. El actual e inexperto presidente, todavía en el proceso de afianzar su poder en un cerrado círculo dirigente en el que aún no se considera bien asentado, dio un paso más para aunar tras de sí la opinión popular, abrogando el armisticio que puso fin a la guerra entre ambas Coreas. Con ello, cree defender su reputación, no solo ante su pueblo sino ante el resto de las naciones. Pero no nos confundamos. Ni siquiera se trata de un juego de farol o de una velada amenaza; es la irritación del que se siente menospreciado en su reputación y exhibe sus armas a modo de desagravio. Pero el temporal amainará, las aguas volverán a su cauce y, al final, recordaremos los versos finales del estrambote cervantino: “caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada”.
Alberto Piris es General de Artillería en la reserva