Una pugna contra la distorsión: investigando el pasado (X)

 

EL CASO DE MONTAILLOU Y LAS REPRESENTACIONES

Empecé esta serie de reflexiones aludiendo a Thomas Kuhn. Voy llegando al final de una primera parte general (en el próximo iniciaré una parte específica). Hoy debo mencionar  a otro autor que dejó en mí una huella profunda. Es conocido en España y al citarlo no me aventuro en terreno virgen. ¿Su nombre? Emmanuel Le Roy Ladurie. Francés. Ha escrito mucho y bien sobre los más variados temas. No soy un profundo conocedor de su obra ni tampoco lo pretendo, pero sí recuerdo uno de sus libros, que leí hace muchos años. Versaba sobre un mundo para mí desconocido, la Edad Media, y que tampoco me ha atraído demasiado desde entonces.

El libro se titula Montaillou. Se publicó en 1975, cuando  estaba todavía  tambaleándome de los azares  y peripecias de unas oposiciones a la cátedra que gané en la Universidad de Valencia. En ellas había desarrollado algunas ideas que, para la época, tampoco eran demasiado ortodoxas en aquellos tiempos. Lo leí en francés poco después de salir de aquel valle de lágrimas. Cualquier apelación a Mr Google hará ver a los lectores que Montaillou no se tradujo al castellano hasta 1981. Fue un éxito fulgurante (ha vuelto a reeditarse recientemente). Trataba de la reconstrucción de la vida económica y social y de las creencias, culturas y mentalidades de los escasos habitantes de una aldea entre los siglos XIII y XIV. La abordó el historiador francés en base a los testimonios acumulados por la (¿Santa?) Inquisición durante el proceso a que los lugareños fueron sometidos cuando se les acusó de seguir practicando la entonces todavía supernefanda herejía cátara. Como corresponde, fueron exterminados por el fuego.

Naturalmente antes de que Le Roy Ladurie examinara aquellos legajos (EPRE) no era mucho lo que se sabía de Montaillou. Es decir, el pueblo y sus habitantes NO EXISTÍAN para la historia. La exploración de una minúscula veta del pasado oculto iluminó todo un panel de aquel pasado hasta entonces absolutamente desconocido. El historiador hizo revivir a sus personajes, con sus creencias, sus odios, sus amores y sus batallitas por el poder en una estructura que compartía rasgos comunes con otras de la época, pero que a su vez mostraba singularidades particulares. Las de los hombres y mujeres de carne y hueso que en Montaillou habían vivido.  Sin volver a leer el libro (quizá por temor a tener que modificar  mis impresiones de antaño) he pensado muchas veces en él.

Los lectores se preguntarán: ¿qué tiene esto que ver con el tema objeto de esta serie? A responder a tal cuestión se destinan, como resumen, las siguientes líneas.

Los contratos firmados por Sainz Rodríguez el 1º de julio de 1936 con la Società Idrovolante Alta Italia en Roma tampoco existieron, para la historia, antes de que servidor indagara en ellos y publicara los resultados en 2013. Todo un panel del pasado (o una ventana sobre él) se había ignorado hasta aquel momento. Es decir, a la representación que los historiadores nos hacíamos de la conspiración (que se creía había organizado Mola y Franco o, para los franquistas, Franco y Mola) le faltaba un elemento fundamental.

¿Culpa de los historiadores? No. Mera ignorancia al no haberse alumbrado todavía una veta de aquel pasado que ya no existía, pero al que nos acercábamos, imaginativamente, en base a los conocimientos obtenidos por: a) la lectura de obras previas, con sus sesgos y limitaciones; b) las exploraciones más o menos intensas en las fuentes ya conocidas, reexaminadas o, lo más frecuentemente, que habían ido emergiendo; c) la aplicación de las concepciones existentes en aquel presente (el entonces), en particular la desconfianza de la “historia” acuñada en el franquismo; d) la defensa, por algunos autores que militaban en esta última. Es decir, la pugna entre dos relatos: uno, heredado; el otro, por descubrir; e) la confianza o desconfianza, según los casos, de los testimonios escritos -u orales- de uno u otro signo y transmitidos intergeneracionalmente.

En un plano general la exploración del concepto de “representaciones” y de la historia apoyada empíricamente me han dado para mucho. Servidor aplica ambos a un período relativamente corto (unos 45 años, entre 1931 y 1975), pero muy denso. A medida que van explorándose otras vetas de ese pasado, tanto sus contornos como, y sobre todo, su contenido van apareciendo con creciente nitidez.

Lo que digo no es novedad alguna. Lo mismo ocurre en la historia de la denominada edad antigua. Ya se han publicado libros que enmarcan, por ejemplo, la evolución del imperio romano en conexión con alteraciones climáticas. Hoy estas se han explorado con instrumentos científicos que los historiadores a lo Gibbon no hubieran podido ni siquiera imaginar. El clima influye, es una obviedad, en el recorrido de las sociedades humanas, pero hay que demostrarlo empiricamente.

Es decir, nuestra “representación” del pasado de la Roma clásica se ha enriquecido y complicado a la vez, ya que los hombres (y mujeres) hacen la historia en condiciones dadas, objetivas, que les vienen impuestas, y sobre las cuales con frecuencia poco o nada pueden hacer. No solo en el caso de cambios del clima, que al parecer también condujeron al derrumbamiento de la civilización maya. Fuertes modificaciones de las condiciones económicas o políticas por causas ajenas a determinadas sociedades pero impuestas por el entorno exterior también pueden producir efectos similares.

Y ¿en los años treinta? Para la izquierda española un reto insoslayable fue la aparente expansión no contenida del fascismo. Los casos de Italia, Alemania, Portugal, Austria, en los que la izquierda obrera fue sometida y reeducada en moldes nacionalistas,  tuvieron obviamente su impacto en España. No solo en la izquierda. También en la derecha. Lo mismo ocurrió en aquel bastión (por algunos defendido, por otros denostado) del liberalismo británico.

A mí me impresionó mucho leer en una historia de la segunda mitad de los años treinta debida a una autora (desgraciadamente ya fallecida y con la que he discrepado en numerosas ocasiones: me refiero a Zara Steiner y su magna obra The Triumph of the Dark) la reacción que los acontecimientos de España produjeron en el ánimo del entonces secretario del Gobierno de SM: Lord Maurice Hankey. No fue una persona que me haya caído simpática. Su entrada en Wikipedia en inglés (https://en.wikipedia.org/wiki/Maurice_Hankey,_1st_Baron_Hankey) deja mucho que desear.

Al producirse el estallido en España, Hankey circuló a los miembros del Gobierno un memorándum muy notable que mencionó Steiner. Decía, p. 202,  entre otras perlas de valor inmenso: “en la actual situación europea, con Francia y España bajo la amenaza bolchevique, no es inconcebible que no tardando mucho tengamos que ponernos al lado de Alemania e Italia”.

Steiner no entró a discutir las implicaciones de tal recomendación (que fue seguida esencialmente en relación con la Italia de Mussolini). Yo me apresuré a mencionar el caso en Las armas y el oro (p. 253). El sugerido acercamiento británico a las potencias fascistas podía explicarse por razones de política de seguridad, pero también en otros términos: eran los países en los que la lucha de clases se había abolido por decreto y cuyos trabajadores habían sido obligados a ponerse al servicio de la dirección política nazi o fascista. Para una gran parte de las oligarquías occidentales, un chollo.

¿Qué deducir de ello? Algo bastante simple. Cuando se abre una rendija en una “representación” del pasado gracias al descubrimiento de algún material que puede parecer importante, es preciso contextualizarlo adecuadamente. Si tiene potencial explicativo suficiente, puede abrir brecha en la “representación” heredada y/o conocida. Si no se descubre tal rendija, dicha “representación” a lo mejor continúa haciendo autoridad.

Ahora bien, en ningún caso cambia el pasado, porque el pasado carece de existencia. Lo que existe son nuestras “representaciones” que son muy variadas. De aquí una recomendación metodológica que expresaré en lenguaje claro y nada académico. Por principio, no hay que fiarse de los historiadores que nos han precedido. Han trabajado con arreglo a sus propias “representaciones”. Nueva EPRE, nuevos intereses, el transcurso del tiempo y la toma de distancia, sin contar con la propia evolución de la disciplina, militan a favor de una reevaluación de los materiales tangibles, porque tienen existencia real, que son las evidencias en sus variadas acepciones: papeles, periódicos, escritos  y, en una guerra, armas, cementerios y fosas en la medida en que existen físicamente y hacen referencia a otras fuentes contrastables.

No hay, pues, historia definitiva y muchas de las controversias que hoy se dirimen en las redes sociales o en una prensa que pierde aceleradamente lectores, por parte de unos partidos políticos que tienen intereses propios y están a la búsqueda y captura de adeptos o, más prosaicamente, de votos, no son sino batallas para imponer una determinada representación sobre las demás. Lo estamos viviendo en España en la actualidad, en lo que se refiere al presento pero también en lo que respecta al pasado.  Lo que diferencia unas de otras es su mayor o menor respeto a representaciones contrastadas, porque lo normal es que las más bárbaras se apoyen en mitos. Uno de los papeles del historiador estriba en alancearlos. Ya sea en la historia de Roma, de la Edad Media en Francia o de la República, la guerra civil y el franquismo.

(continuará)