No olvidemos Afganistán

El continuo diluvio de noticias de todo tipo (desde la ya familiar y polifacética corrupción a todos los niveles hasta las artes marciales del asesino bilbaíno del kung-fu) concentra tanto la atención de los medios de comunicación que casi no dan abasto para mantenernos al día de lo que ocurre por el mundo.

Pero los españoles seguimos teniendo un buen número de compatriotas implicados en la incierta aventura afgana, patrocinada por EE.UU. y la OTAN, e invirtiendo en ella recursos no desdeñables. Aunque su fin está ya en el horizonte, no por ello se han reducido los riesgos que lleva consigo ni la posibilidad de seguir cometiendo errores políticos de largo alcance, como los que la hicieron nacer y los que han ido marcando su desarrollo hasta el día de hoy.

Como muchas otras guerras irregulares que han ido nutriendo la historia bélica de la humanidad, la de Afganistán tiene también características estacionales, y ahora se habla por aquellas tierras de la “ofensiva de verano”. Con ella, los talibanes tantean la consistencia del ejército afgano que habrá de hacerse cargo de la defensa del país cuando se produzca la retirada de las fuerzas aliadas, prevista para el próximo año.

Aunque los combates afectan sobre todo a las provincias meridionales, cuya frontera con Pakistán facilita el movimiento de armas, hombres y pertrechos, ni siquiera la capital del Estado se ha visto a salvo, como ocurrió el pasado 24 de mayo, cuando los talibanes asaltaron las oficinas de la Organización internacional para las migraciones (OIM), causando varias bajas y desencadenando un combate callejero. Cinco días después en otra gran ciudad afgana fueron atacadas las instalaciones de la Cruz Roja.

Un portavoz del ministerio afgano de Defensa ha declarado que varios seminarios religiosos de Pakistán han dado libertad a sus estudiantes para ir a combatir en Afganistán, tras hacerles creer que hay tropas indias defendiendo al Gobierno afgano, con lo que se les incita a desencadenar la yihad contra los hindúes.

Pero en primavera también suceden otras cosas, que favorecen la actividad insurreccional, puesto que la vegetación natural del país, ahora renovada y más espesa, facilita los movimientos de los grupos guerrilleros que, además, son ayudados por los campesinos que cultivan opio, ahora que los talibanes parecen menos dispuestos a condenarlo, como hicieron en el pasado.

A la acción militar talibana se une también la preparación psicológica, pues han aprendido de los errores anteriores. No solo parecen disponer de más medios (vehículos y armas, principalmente) que en años anteriores, sino que también han modificado el modo de tratar con la población civil. “Antes, los talibanes prestaban mucha atención a la longitud de las barbas de los hombres, a la forma y tamaño de los turbantes y a otros detalles exagerados; ahora ya no lo hacen”, declaraba un comerciante de Nadali, en la provincia de Helmand. Además, solían dar publicidad a las ejecuciones y venganzas, para mantener a la población en estado de sumisión, con lo que el pueblo llegó a odiarles.

Ahora, la dirección talibana, copiando a lo que anteriormente hicieron sus enemigos del Pentágono, ha hecho circular directivas entre sus mandos en las que se insiste en que es preciso “ganar los corazones y las mentes” de la población; si se producen acciones de represalia contra algunos individuos, éstas se mantienen en el más absoluto secreto.

En resumidas cuentas, los talibanes están manejando la vieja “estrategia de los resquicios”, ahora que la prevista retirada de la coalición aliada obligará a reajustar los despliegues de las fuerzas de seguridad afganas. El aspecto moral no es desdeñado: un alto responsable afgano ha declarado que los talibanes arengan a sus combatientes haciéndoles ver que han sido capaces de derrotar a las tropas estadounidenses y británicas, y ahora harán lo mismo con el ejército afgano.

Por todo lo anterior, el contingente militar aliado -incluidas las tropas españolas- se va a enfrentar, en los próximos meses, a una de las operaciones más delicadas que deben ejecutar los ejércitos: una retirada ordenada en un territorio hostil en el que la población nunca ha sido del todo amistosa y donde los errores políticos y estratégicos del pasado tendrán inevitablemente consecuencias negativas.