El mapa de la guerra sin fin

Publicado en republica.com

El Watson Institute de la Brown University (radicada en Providence, RI-EE.UU.) viene desarrollando un proyecto titulado “Los costes de la guerra” cuyo objetivo es “documentar los costes ocultos o no reconocidos oficialmente de las guerras posteriores al 11-S en Irak y en Afganistán, así como la violencia causada en otras partes por la ‘guerra contra el terror’”. Ha publicado las estimaciones más extensivas sobre los costes humanos y presupuestarios de EE.UU. en esas guerras.

La geopolítica siempre se ha apoyado en representaciones cartográficas para proporcionar imágenes que ayuden a entender mejor las circunstancias de los problemas o asuntos que afectan a la comunidad internacional. Como advirtió el maestro de geógrafos Yves Lacoste en su ensayo La géographie, ça sert, d’abord, à faire la guerre, en el citado proyecto no podía faltar un mapa que reflejase la visión geográfica de esos costes de la guerra, que es el que acompaña a este comentario. (Para verlo con más detalle, pulse aquí).

Lo primero que salta a la vista es que en la guerra de EE.UU. contra el terror están hoy implicados 76 países, incluyendo a España. Esta cifra es muy significativa, porque cuando en octubre de 2001 se desencadenó la citada guerra solo un país era el objetivo principal: Afganistán. Y ese país acababa de sufrir otro largo conflicto en el que EE.UU. había luchado contra la Unión Soviética mediante “intermediarios”, armando y ayudando a los grupos fundamentalistas, incluido el de Bin Laden, para expulsar a los soviéticos de Kabul. Grupos que pronto pasarían a encarnar a un enemigo multiforme y en permanente evolución.

En este mapa, publicado en la página web (tomdispatch.com) de Tom Engelhardt (04/01/2018), se revela la enorme amplitud que abarca el esfuerzo estadounidense en las diversas batallas que sostiene contra el terrorismo. Muestra con detalle la situación de las bases militares desde donde se apoyan las operaciones; las misiones de entrenamiento de las fuerzas antiterroristas de otros países; el despliegue de las tropas de combate de EE.UU. y los países desde donde se preparan los ataques de aviación o mediante drones. En él se han considerado todas las actividades desarrolladas desde 2015 hasta octubre del pasado año dentro de la “guerra contra el terrorismo”.

Esta guerra es ya un fenómeno global, cuyo principal teatro de operaciones se extiende desde Filipinas hasta el África Occidental, aunque también llega al continente americano y Australia. Para llevarla a efecto EE.UU. ha arrastrado a este torbellino bélico al 39% de todos los Estados del mundo, donde operan fuerzas terrestres (a menudo, de operaciones especiales), aéreas y drones.

Pero esta extensa actividad bélica está pasando desapercibida en gran parte del mundo, incluyendo EE.UU. cuyos ciudadanos la costean con sus impuestos. Salvo la triunfal entrada en Bagdad y el publicitado derribo de la estatua de Sadam, apenas se han conocido noticias dignas de atención que promovieran el entusiasmo o la repulsa de la opinión pública.

Sin embargo, durante esa época se han aniquilado ciudades enteras, decenas de millones de personas se han visto obligadas a abandonar sus hogares y el éxodo continúa, desestabilizando a los Estados de acogida; los grupos terroristas se han multiplicado y extendido, y desde el punto de vista del ciudadano estadounidense su país se ha militarizado y los derechos humanos se han deteriorado progresivamente. Ambos efectos empiezan también a ser perceptibles en los países aliados con la consiguiente merma de su calidad democrática.

Este es el mapa de la guerra sin fin, donde EE.UU. es la vanguardia militarizada, dispersa sobre la superficie terrestre y tan diseminada que hasta el Pentágono tiene dificultades para mantener al día las plantillas de sus numerosas bases.

Además de esta guerra ya extendida y asentada durante varios años, no hay que olvidar la posibilidad de otras ya anunciadas desde Washington. Corea del Norte, Irán, Rusia, China… son Estados que han sido invocados por altos mandos militares y dirigentes políticos -incluyendo al Presidente- como enemigos potenciales de los que conviene desconfiar y estar prestos a combatir.

La creciente tendencia de Trump a apoyarse en el Pentágono más que en el Departamento de Estado para las relaciones internacionales hace presagiar la peligrosa continuidad de unas guerras sin frentes establecidos ni enemigos bien definidos.