Los militares hablan cuando se retiran

Publicado en republica.com

El presidente Eisenhower, durante los ocho años (1953-1961) que permaneció en la Casa Blanca investido del prestigio que le había conferido su actuación como victorioso comandante supremo de los ejércitos aliados durante la 2ª G.M. y primer jefe militar de la recién creada OTAN, contempló desde tan privilegiado observatorio el enorme crecimiento y la vasta expansión de la fuerza militar de EE.UU. y los servicios de inteligencia y seguridad nacional. También durante esos años el arsenal nuclear de EE.UU. se multiplicó con rapidez mientras el poder político establecía lazos estrechos con las grandes corporaciones del armamento cuyos beneficios crecían aceleradamente cuanto más se ensombrecía el panorama de la Guerra Fría.

Pues bien, es de sobra conocido que, en su discurso de despedida en enero de 1961, Eisenhower puso en circulación la expresión “complejo militar-industrial”, rápidamente popularizada. Lo definió como “una permanente industria armamentística de vastas proporciones” a la que se suman “tres millones y medio de hombres y mujeres que trabajan directamente en los órganos de la defensa”. Alertó de que “anualmente gastamos en seguridad militar más que los ingresos netos de todas las corporaciones de EE.UU.”. Declaró que “la combinación de una inmensa institución militar y una gran industria de armamento es algo nuevo en la experiencia de EE.UU.”

Si hasta ese momento su discurso estaba describiendo una realidad inocultable y por todos conocida (incluidos los países que compraban armas a esa industria), lo más sorprendente vino a continuación. Fue la contundente denuncia de una posible pérdida de las libertades personales: “En los consejos de gobierno hemos de precavernos contra la adquisición de una injustificada influencia por el complejo militar-industrial, sea o no buscada por él. Existe y seguirá existiendo la posibilidad del desastroso crecimiento de un poder mal establecido”.

Aparte de reconocer la sagacidad y la profética capacidad del veterano general, lo que en realidad deberíamos preguntarnos es: ¿Por qué esperó ocho años para hacer pública la denuncia? Justo cuando, separado ya del poder y perdida su jerarquía de Comandante en Jefe, poco podía hacer para afrontar los peligros anunciados.

Una interesante respuesta a esta cuestión la ha dado William J. Astore, escritor y profesor de Historia y él mismo militar retirado de la Fuerza Aérea de EE.UU., en su ensayo Military Dissent Is Not an Oxymoron (“La discrepancia militar no es un oxímoron”), publicado en TomDispatch.com.Entre otros aspectos de interés, analiza algunas de las razones que hacen difícil a los militares en activo expresar opiniones críticas no coincidentes con la versión oficial. Aunque se refiere específicamente a EE.UU., mucho de lo que describe es común a los ejércitos de otros países, como el lector percibirá fácilmente.

Astore encuentra dos razones básicas y otras secundarias. Las primeras son: (1) la vida cerrada de los militares, con sus viviendas, servicios sociales, sanitarios y de ocio, escuelas, etc. dentro de las bases, en EE.UU. o en el extranjero, lo que crea un aislamiento del que no es fácil salir y dificulta adoptar otros puntos de vista; y (2), la preparación para el combate obliga a embeberse en un hondo sentido de lealtad al compañero y de entrega a la misión, lo que él llama “tribalismo” del combatiente: “Cuando enfrente te apunta un Kalashnikov no se puede ni se debe dedicar tiempo al pensamiento reflexivo o crítico”.

Añade otras razones que clasifica así:

– Ambición profesional. Ya no hay soldados forzosos y todos combaten voluntariamente con afán de promoción. Los de espíritu crítico no hacen carrera: “Es mejor fracasar ascendiendo silenciosamente que clavarse la propia espada expresando opiniones sinceras”.

– Ambiciones futuras. ¿Qué hacer al retirarse? Conviene encontrar un buen trabajo como asesor en la industria de defensa, para lo que no ayuda tener fama de “difícil”. (Aunque el autor no lo indica, es evidente que esto se refiere sobre todo a los altos mandos).

– Falta de variedad. Los militares son una muestra selectiva de una sociedad que da de lado a los discrepantes, sobre todo después de la guerra de Vietnam: “Entre los ‘guerreros’ y los ‘ciudadanos-soldados’ ¿quiénes son más propensos a dejarse manejar y estar callados?”.

– Creer que es preferible cambiar las cosas en silencio y desde dentro. Todos los sistemas políticos han aprendido ya a neutralizar y desactivar las discrepancias internas.

– La glorificación constante de lo militar. Halaga a los ejércitos pero contribuye a ocultar sus defectos y perseguir a quienes los denuncian.

– Perder el aprecio de los compañeros. El discrepante suele estar solo. Es duro “ser tachado de antiamericano solo por criticar algún aspecto de los ejércitos”. (El autor confiesa que se retiró hace diez años y aún duda al escribir artículos como este).

– Aun retirados, los militares nunca se van. Interiorizan usos y costumbres de la vida militar al paso de los años: “Puedo abandonar el Ejército pero él no me abandona a mí”.

El coronel Astore ha hecho con este trabajo una interesante aportación a la sociología militar, que merece la pena poner a disposición de los lectores españoles, pues a menudo solo conocen superficialmente a sus ejércitos en las pintorescas “jornadas de puertas abiertas” en algunos cuarteles.