Los momentos de España y los de EE.UU.

Varios desahuciados se suicidaron en España porque al firmar su hipoteca no advirtieron que entregaban parte de su vida al servicio de la codicia bancaria; la misma codicia que estafó a los que suscribieron las participaciones preferentes. Seguimos sufriendo los españoles un continuo diluvio de nuevos casos de corrupción, a los que ahora se une el descubrimiento en Suiza de unas cuentas corrientes de sospechoso origen político. Presenciamos casi a diario actuaciones judiciales aparentemente disparatadas, aunque algún libro, como “La justicia desahuciada” del juez Silva, ayude a iluminar lo impenetrable. Acaba de iniciarse una campaña electoral donde el ataque personal a los adversarios predomina sobre el esfuerzo con que se debería explicar a los votantes la visión de cada partido sobre la Unión Europea y sobre el papel de España en ella. Día tras día la crisis nos golpea: ayer se suprimieron unos servicios sanitarios, hoy cierra aquella tienda de toda la vida y mañana perderá su trabajo un familiar o un amigo…

No alargaré este párrafo inicial, pero es necesario también recordar que, según un reciente informe, cuatro millones de desempleados españoles nada perciben ya de nuestro hipotético Estado de bienestar, eso que al comienzo de la Constitución se describe como “Estado social”.

En tales circunstancias no deja de sorprender la noticia de que en el madrileño hotel Palace la Universidad de Georgetown, de viejas raíces jesuitas, ha inaugurado un foro denominado “Momento España”. En el acto fundacional apenas se aludió a los preocupantes aspectos antes citados, quizá porque una de las finalidades del foro es “mejorar la imagen de la estructura empresarial española y destacar los buenos indicadores que se observan en la recuperación económica de España”. Parecería como si el “momento de España” no tuviese mucho que ver con los momentos por los que están pasando hoy gran número de españoles. Además, con el citado foro se pretende, según se afirmó públicamente, “estar más satisfechos con nuestros logros, sin rebajar la exigencia y ambición, pero con realismo, con lealtad y generosidad. Queriéndonos más, al fin y al cabo”. Benévolos deseos no muy alejados de los evanescentes objetivos de esa inefable “marca España” que pocos entienden a qué se pueda referir, fuera del fútbol o los deportes.

Cabría sugerir a la prestigiosa universidad que, ya que radica en Washington, en vez de venir a exponer en Madrid unos compasivos ensueños que solo oirán con atención los privilegiados españoles que en ella pueden estudiar, echase un vistazo a su alrededor sobre los múltiples conflictos que aquejan a Estados Unidos y que a no tardar mucho podrán llegar a nuestras tierras, en virtud del inevitable efecto de contagio que tan bien conocemos.

Por poner un solo ejemplo: nada he hallado (quizá por no haberlo buscado bien) en la página web del acreditado centro docente -tan dedicado a la investigación- sobre los perniciosos efectos que el uso militar de los drones está produciendo en la sociedad de EE.UU. Bastantes soldados que han practicado la aniquilación instantánea de ciudadanos yemeníes, pakistaníes o afganos, contemplando en una pantalla los devastadores efectos de los misiles Hellfire fulminados desde el cielo, acuden a los centros psiquiátricos en busca de ayuda para sus recurrentes pesadillas.

Tres operadores (el que observa, el que pilota y el que decide) forman el equipo que maneja un drone. Un operador de sensores recordaba en una revista estadounidense lo que vivió durante una misión: “Vi [en la pantalla] una figura a la vuelta de la esquina. Me pareció un niño que corría. Entonces se produjo un enorme resplandor y allí ya no quedaba nadie. Pregunté al piloto: ‘¿No te pareció que era un niño?’. Respondió el analista de inteligencia: ‘Para nuestro informe oficial: se trataba de un perro’”. Muchos son los que, como consecuencia de experiencias similares, son diagnosticados de estrés postraumático, sin siquiera haber salido de EE.UU. ni haber padecido el estruendo de las explosiones en el campo de batalla.

El mismo veterano declaró: “Esto no es un juego de video; esto es la guerra, y la guerra es matar”. Añadió: “Pocos soldados habrán aniquilado de golpe a un grupo de personas. Y serán muchos menos los que hayan visto cómo se recogían los cadáveres, cómo se iniciaba el funeral y después hayan vaporizado también a los que asistían a él”. Así es la guerra de los drones. Un piloto de la Fuerza Aérea la comparaba con su actividad usual: “Ellos [los que manejan drones] están siempre observando el terreno, ven las carnicerías, los cadáveres… Nosotros, en cambio, nos largamos en cuanto cumplimos la misión”.

Los drones podrán ayudar a fumigar cultivos, vigilar incendios forestales o repartir a domicilio los libros de Amazon. Como muchos inventos de origen bélico, pueden usarse en beneficio de la humanidad. El magnetrón que activa nuestros hornos de microondas se creó durante la 2ª Guerra Mundial para que los radares pudieran detectar los aviones enemigos. ¿No tendrían que reflexionar algo al respecto las universidades? Desde Georgetown también se podría alertar sobre el modo en que la guerra de los drones, tan afín a Obama, deje de matar seres inocentes, generando más odio y alistando nuevas promociones de vengativos terroristas. De esto podría discutirse en algún foro sobre el “momento de EE.UU.” y compararlo con el momento español. Ejercicio intelectual bien propio de cualquier universidad.