La OTAN observa a Ucrania

Una perenne tentación de la OTAN, desde que desapareció la Unión Soviética y con ella la misión para la que esta organización fue creada (la defensa de Occidente frente al peligro comunista), ha sido la de rebuscar nuevas razones para subsistir activa como tal alianza militar.

Esto la llevó a la muy discutible intervención en la guerra de Yugoslavia, donde tras bombardear Serbia, ensañándose con Belgrado, contribuyó a separar de este país la provincia de Kosovo y convertirla en Estado independiente; independencia que, por cierto, el Gobierno español no ha reconocido, probablemente por eso de que “Cuando las barbas de tu vecino veas pelar…”. No satisfecha con esto, la OTAN se implicó después en la aventura afgana, que este año toca a su fin habiendo dejado al país en una situación no mucho mejor de la que lo encontró.

A este respecto, acaba de publicarse en EE.UU. un informe elaborado por la organización independiente CNA, a solicitud del Pentágono, en el que se expone que tras la retirada de las tropas de EE.UU. y de la OTAN se prevé en Afganistán un aumento de la insurgencia talibana; esto deja en mal lugar las conclusiones alcanzadas en la cumbre de la OTAN de 2012 en Chicago sobre el futuro inmediato de este país.

Rebatiendo lo acordado en dicha cumbre, el informe llega a la conclusión de que harían falta unos efectivos militares mucho más numerosos y unos recursos económicos considerablemente mayores si se desea mantener la actividad de los talibanes a un bajo nivel. Se ve que la OTAN no está en sus mejores momentos en lo que a planificación se refiere.

A pesar de ello, la Alianza Atlántica no puede resistir la tentación de abordar el conflicto en Ucrania. El Tratado del Atlántico Norte, del que los artículos 4 y 5 vienen a reproducir el viejo lema de los mosqueteros (“uno para todos, todos para uno”), ha obligado en ocasiones anteriores a convocar a todos sus socios cuando alguno de ellos es atacado o se siente amenazado. El artículo 4 lo requiere cuando la “integridad territorial, la independencia política o la seguridad” de un país miembro se vieran en peligro. Eso hizo Turquía durante la Guerra de Irak y la guerra civil siria, y acaba de repetirlo Polonia a causa del conflicto en Ucrania.

Aunque tenga frontera con este país, es difícil percibir el peligro que acecha a Polonia por los acontecimientos en Ucrania. Todo parece indicar que le ha tocado ahora al país del Vístula representar el papel de socio en peligro, para que en el Cuartel General de la OTAN puedan resonar algunos tambores prebélicos que anuncien la posibilidad, aunque sea remota, de una nueva misión.

Conviene recordar que cuando se produjo el golpe de Estado en Kiev, que violó la constitución en vigor y derrocó al presidente elegido, ni EE.UU. ni la UE ni la OTAN mostraron preocupación por un asunto que ya anunciaba nuevas inseguridades colectivas. Más aún, una vez consumado el golpe, el Secretario de Estado John Kerry visitó Kiev para felicitar a los golpistas por su éxito. Los españoles podemos sospechar que, de modo no muy distinto, el entonces Secretario de Estado Alexander Haig hubiera saludado a los golpistas españoles del 23-F si su aventura se hubiera saldado con éxito. Para Washington y sus aliados hay golpistas buenos y malos, como en otros tiempos hubo déspotas y canallas de ambos colores, tratados, claro está, de manera muy distinta.

Parece como si se quisiera jugar con fuego -en este caso incluso nuclear- atizando el descontento popular de una parte del pueblo ucraniano, para convertir un enfrentamiento interno, de muy complejos orígenes (históricos, económicos, políticos y culturales) y de desarrollo bastante previsible dados los antecedentes, en lo que algunos medios de comunicación llaman, casi alborozadamente, “clima prebélico” entre Rusia y Occidente.

Participé activamente, hace ya años, en diversos medios españoles durante la primera guerra de Irak y conflictos posteriores, lo que me hizo percibir el belicismo que parecía brotar entre muchos de los que simplemente deberían limitarse a contar lo que estaba ocurriendo, sin añadir más leña al fuego. Un informativo televisado hace unos días dramatizaba la cuestión al decir que en Crimea desplegaban soldados “venidos desde Moscú”, para acallar con sus armas la voz del pueblo ucraniano; solo le faltaba aludir al “oro de Moscú” para redondear la ya habitual imagen negativa de una de las partes implicadas en este conflicto. Por el contrario, olvidaba informar de que el acuerdo vigente entre Rusia y Ucrania permite mantener 25.000 efectivos militares del ejército ruso en Crimea, además de la flota del Mar Negro. Esto impide hablar de “invasión”, lo que desluce bastante cualquier crónica política.

La Historia ha mostrado que las irreflexivas intervenciones exteriores en conflictos internos de compleja naturaleza alargan o imposibilitan su resolución y añaden más violencia a las tensiones que aquellos ya llevan consigo. En España también sabemos esto por haberlo sufrido en carne propia.