La Gran Guerra

Reproduzco a continuación un fragmento del diario de un joven médico militar inglés en los primeros meses de la entonces llamada Guerra Europea:

27 de octubre de 1914: “Por la tarde ocurrió algo muy patético. Un joven subalterno de artillería iba a observar una posición de ametralladoras [alemanas, para corregir el tiro de la artillería inglesa contra ella]. Cuando pasaba delante de la puerta [de mi puesto de socorro] un proyectil shrapnel [cargado con bolas de acero] hizo explosión justo delante de él. Me trajeron al pobre hombre totalmente acribillado. Lo tuve entre mis brazos hasta que murió, chillando en su agonía, y me decía que le excusara por hacer tanto ruido, pero que no podía evitarlo. Me sentí desgraciado porque no podía hacer nada por él, salvo una inyección de morfina. Recordaré siempre este incidente, sobre todo porque se trataba de un chico de buen aspecto, que no tenía más de 19 años”.

Disculpe el lector las explicaciones entre corchetes, cuya finalidad es recrear la imagen de lo que estaba sucediendo y que el autor del diario no tenía necesidad de aclarar, puesto que todo ello constituía su vida diaria. Tan breves líneas están, sin embargo, cargadas de contenido. Revelan el espíritu casi deportivo y desprendido con el que muchos de los alistados en la Fuerza Expedicionaria Británica pusieron pie en el continente, tan animosos como si fueran a participar en una anhelada competición. El 14 de agosto, el día en que a bordo de un mercante salía de Dublín el Real Regimiento Yorkshire de Infantería Ligera, al que pertenecía el diarista, anotaba que el viaje por mar hasta Le Havre era “la realización del sueño de todos los soldados”.

El joven que agoniza excusándose por causar molestias al médico que le atiende es indicativo de algo típicamente inglés. Los soldados de su país nunca habían tenido que luchar en propio suelo contra un invasor desde 1066, y su participación en la guerra que entonces se iniciaba en Europa estaba para ellos impregnada de generosidad y altruismo. Iban en ayuda de la vieja nación francesa que, por el contrario, todavía sangraba por las heridas de una guerra que, hacía poco más de cuarenta años, había destrozado sus ejércitos, había abierto al enemigo prusiano el corazón de París y humillado el honor nacional cuando en el palacio de Versalles Guillermo I de Prusia se proclamó Emperador de Alemania, y su recién estrenado imperio se anexionó Alsacia y Lorena como botín de guerra.

Mientras belgas y franceses luchaban contra el invasor alemán, los ingleses zarpaban con espíritu libre en ayuda de sus aliados y en defensa del firme compromiso de Inglaterra con la neutralidad belga. Más pragmático, el Secretario del Foreign Office, sir Edward Grey, lo explicó así al embajador de EE.UU. en Londres: “Para nosotros la cuestión es que si Alemania triunfa dominará a Francia; la independencia de Bélgica, Holanda y Dinamarca, y probablemente la de Suecia y Noruega quedarán en entredicho: será una ficción. Todos sus puertos estarán al servicio de Alemania, que dominará Europa Occidental y esto hará que nuestra posición resulte insostenible. En esas circunstancias no podríamos existir como potencia de primer orden”. Había rechazado la insinuación de última hora del Káiser, recordándole que ambos países habían luchado codo con codo para derrotar en Waterloo a la Francia de Napoleón y no deberían combatir entre sí.

En el año que va a empezar en breve se conmemorará el centenario del comienzo de la Gran Guerra o Guerra Europea, ahora conocida como Primera Guerra Mundial. Las muy singulares características que la distinguen harán que durante los cinco próximos años sean tratados con frecuencia sus aspectos estratégicos, militares, sociales, tecnológicos, políticos y culturales, la mayoría de los cuales supusieron importantes innovaciones en lo relativo al modo de hacer la guerra y en sus repercusiones sobre los pueblos afectados por ella.

Quizá por la especial implicación de Inglaterra en el conflicto europeo, como arriba se señala, ha sido el Imperial War Museum londinense el que ha tomado cierta delantera en la organización del centenario de esta guerra. En sus distintas sedes se iniciará el próximo mes de febrero una exhibición masiva, con el título Lives of the First World War (Vidas de la Primera Guerra Mundial), en la que se prevé reunir una enorme colección de objetos procedentes de quienes la vivieron -diarios, cartas, fotografías y material diverso-, rescatados de viejos baúles, desvanes y armarios domésticos, para ponerla en internet a disposición de todos los interesados en la conmemoración.

Se proyecta dar vida a unos ocho millones de historias individuales, como el fragmento que abre este comentario. Precisamente el citado museo se inauguró en 1917 con el objeto de “asegurar que las generaciones futuras comprendan las causas y las consecuencias de la guerra”.

La guerra a la que se atribuyó el objetivo de “acabar con todas las guerras” no lo alcanzó. Murieron 16 millones de personas, y otros 20 sufrieron heridas o mutilaciones. En los cementerios belgas y franceses muchas lápidas recuerdan: “Un soldado de la Gran Guerra, conocido por Dios”. Cien años después, por todo el mundo, siguen muriendo combatientes anónimos en guerras imposibles que por lo general solo benefician a ciertos individuos que desde lejos las gobiernan según sus propios intereses. Poco aprendemos de las lecciones de la Historia.