Las amenazas que no lo son

La necesidad de reavivar amenazas externas, cuando éstas empiezan a decaer, parece ser una constante que impregna a todos los regímenes políticos, sean democracias o dictaduras. Por lo general, tales amenazas suelen tener una base real, por pequeña que sea, sobre la que se monta el castillo de naipes que anuncia la inevitable catástrofe. La Europa de la Guerra Fría y su principal núcleo militar -la OTAN- fomentaron el temor a una irrupción de las divisiones acorazadas del Pacto de Varsovia, que en pocos días arrasarían la Europa occidental y desembocarían en las soleadas playas mediterráneas. (Eso, si los aguerridos ejércitos nacionales no las frenaban en el Pirineo o en el Ebro, como se estudiaba en los centros militares españoles por aquellos tiempos. Los franceses lo hacían sobre el Rin, claro está).

Para recordar esa época, releo un artículo de Los Angeles Times (1 de marzo de 1987) donde se insistía en que el “boquete de Fulda” (población próxima a Frankfurt donde la orografía abre varios pasos de fácil tránsito) era la más probable vía de invasión soviética e ilustraba el preludio del temible enfrentamiento: “Los soldados de EE.UU. observan con recelo al enemigo a unos 300 m de distancia, al otro lado de las alambradas y muros de acero” que dividían las dos Alemanias.

La OTAN exhibía con orgullo la protección que daba al mundo civilizado frente al bárbaro enemigo oriental; un coronel estadounidense, allí situado, alardeaba de su misión: “La Caballería siempre ha estado en la primera línea de frontera, como en el Oeste [americano]”. Por eso, los ciudadanos se sentían propensos a confiar ciegamente en los gobernantes que les protegían contra la inminente hecatombe, y cualquier crítica del enorme gasto militar era acallada con facilidad, porque el arraigado temor al oso ruso suprimía toda discrepancia.

Lo malo fue que, concluida la Guerra Fría y desaparecida la URSS, abiertos y analizados los archivos de la época, nada permitió comprobar que hubiera existido el riesgo de una invasión imprevista. Por el contrario, el anquilosado régimen soviético de ningún modo deseaba iniciar un conflicto bélico en Europa, sino mantener cierta hegemonía sobre los países satélites, mientras eso fuera posible sin gran detrimento para sus propios intereses. El miedo cumplió su función durante décadas: acallar protestas, aumentar presupuestos militares, multiplicar la burocracia otánica y enriquecer a las prósperas corporaciones de la defensa que proveían de modernos instrumentos bélicos a los esforzados defensores de Occidente.

Es una idea ya comprobada que la desaparición del enemigo comunista propició el auge del enemigo terrorista, ahora de raíz islámica, que sirvió para desencadenar nuevas actividades militares (dos guerras y numerosas intervenciones aisladas), sobre la innegable base de los brutales ataques terroristas en varios países occidentales y orientales. Del mismo modo que antes se exageró la amenaza soviética en Europa, un entramado de mentiras sirvió para que una coalición predominantemente occidental atacara a Irak a la vez que azuzaba el miedo de la población ante las inexistentes armas iraquíes, que sustituían entonces a los tanques soviéticos en la imaginación popular.

Pero el desánimo invade ahora a algunos gabinetes de planificación estratégica, al constatar que Al Qaeda ya no es lo que era. La temible organización que extendía sus criminales tentáculos por el mundo se está paulatinamente convirtiendo en una “franquicia de ideas”, en un proveedor de inspiración difusa más que en una organización bien articulada. Como Jason Burke afirmaba recientemente en The Guardian Weekly, el que fue un terrorífico grupo ha perdido ya el control centralizado y “la retórica política del terror ha dejado de ser creíble”. Su infraestructura se ha debilitado y su ideología ya no es atractiva y es rechazada por algunos pueblos islámicos que padecieron la violencia extremista de sus seguidores. Aunque sigue siendo una seria amenaza -sobre todo por la presencia de fanáticos individuos aislados- la fuerza centrípeta que antes poseía sobre otros grupos afines se está diluyendo. Hay sondeos que muestran que el terror que años atrás inspiró Al Qaeda en Occidente se ha reducido notablemente. Si una organización terrorista no aterra a la población, su fracaso es inevitable.

Como se dice al principio, toda amenaza manipulada en provecho propio por los gobernantes y las grandes corporaciones tiene siempre un innegable fundamento, pero esto no impide denunciar su falaz instrumentación. Existe una base real de peligro en Corea del Norte, como muestran sus esfuerzos para poseer misiles y armas nucleares, pero se observan también claros intentos de exageración de la amenaza que esto supone. Es muy probable que esos esfuerzos se deban, en gran parte, al impactante modelo sugerido por la brutal eliminación de Sadam Hussein o de Gadafi, y al deseo de los dirigentes de Pionyang de no verse en análoga situación y de disponer de medios de disuasión frente a un posible ataque. Lo cierto es que ningún dirigente coreano en sus cabales (y no hay motivos para suponer que no lo estén, por atrabiliario que el régimen nos parezca) planearía atacar a EE.UU. con misiles nucleares, sabedor de que su país sería arrasado sin contemplaciones en pocas horas. Conviene a los lectores estar al tanto de las amenazas que nos anuncian, pero también es aconsejable saber cómo suelen ser instrumentadas.

Publicado en CEIPAZ el 17 de febrero de 2013.